En este final de septiembre, las temperaturas son frescas –cercanas a 0º en Ekaterimburgo–, pero el sol radiante sublima los colores dorados del otoño. Todavía flota una atmósfera de inicio de actividades en la capital del Ural, 1.500 kilómetros al este de Moscú. El edificio principal de la Universidad Federal (URFU), con su fachada imponente hecha de columnas en hilera, reina sobre la calle de la Paz. Justo detrás, concentradas en un perímetro restringido, las residencias universitarias dan vida al barrio.
Al número 70 de la calle Komsomolskaia, un joven de unos veinte años acaba de ser electo responsable de la residencia Nº 8 por la Unión de Estudiantes de la URFU. “Estoy muy contento con esta responsabilidad”, declara, listo para que se le confíe la gestión de una brigada de veintiséis voluntarios. ¿Y para qué misión? Facilitar la vida de 1.200 estudiantes que se alojan en ese inmueble que brotó del suelo hace cinco años. Aquí, los departamentos incluyen dos habitaciones, cada una de ellas con tres camas, y tienen cocina y sanitarios comunes. El alquiler trepa a 1.000 rublos por mes (16 dólares) (1). Cada piso dispone también de salas de descanso y de trabajo, así como de un lavadero. Las paredes y suelos son claros y el mobiliario funcional: la decoración es minimalista, pero las infraestructuras son pulcras. En Rusia, uno de cada diez estudiantes vive en residencias universitarias –una tasa comparable a la de Francia (12%) (2)–.
En la Unión de Estudiantes –único sindicato de la URFU– no se rehace el mundo, sino que se busca animar la vida del campus al modo de las oficinas estudiantiles en las escuelas de comercio de Francia. Unos 30 estudiantes asalariados más los 600 voluntarios permanentes del sindicato organizan el esparcimiento y la vida nocturna. Talleres, veladas de teatro, conferencias, deportes y encuentros anuales, como la fiesta de inicio del año, o el día de entrega de diplomas: cada año, “más de 600 eventos”, se entusiasma el presidente del sindicato Oïbek Partov en las oficinas que la administración puso a su disposición.
Ekaterimburgo cuenta con unos 50 institutos universitarios y cerca de 90.000 estudiantes. Más de un tercio de ellos (36.000) –entre los cuales hay 4.300 estudiantes internacionales de todos los continentes– están inscritos en la Universidad Federal del Ural, que atrae cada vez más candidatos. En 2021, la URFU tuvo el número más alto de nuevas admisiones de todo el país (3). Esta universidad de gran formato nació de la fusión, en 2010, de dos establecimientos famosos y complementarios: la Universidad Politécnica del Ural (UGTU-UPI) y la Universidad Estatal del Ural (URGU), dos instituciones fundadas por el poder bolchevique en 1920. Apenas de pie, y en plena guerra civil, el Estado soviético decretó de inmediato la educación gratuita y obligatoria. Desde 1918 financió la creación de decenas de establecimientos superiores, política que incluyó a Ekaterimburgo, pronto rebautizada “Sverdlovsk”. La antigua capital minera del Imperio zarista tenía vocación de convertirse en un centro industrial y científico importante. “Se necesitaba un gran número de ingenieros –relata el vicerrector a cargo de las relaciones internacionales de la URFU Serguei Kurochkin–. En el momento de su construcción, la Universidad politécnica del Ural era uno de los mayores campus del mundo”.
En los años 1930, la industrialización forzada incrementó aun más las necesidades de personal calificado. En una década, el número de establecimientos de enseñanza superior se multiplicó por cinco, pasando de 90 en 1927 a 481 en 1940 (4). Sin embargo, su calidad no era homogénea, según Boris Saltykov, ex ministro de Educación e Investigación: “Había una diferenciación muy clara entre los establecimientos de excelencia y los establecimientos masivos” (5).
Discriminación positiva
Como una particularidad del sistema soviético, la enseñanza superior y la investigación básica fueron separaradas: el campo de la investigación fue asignado a institutos especializados de la Academia de las Ciencias. Se llevaron adelante diversas experiencias de discriminación positiva en favor de las clases populares. Las Facultades del Trabajo (“rabfak”) recibieron jóvenes provenientes del medio rural y obrero para prepararlos para entrar en la universidad (6)… Los hijos de la burguesía fueron dejados al margen o debían pagar costos de inscripción prohibitivos. El principio de gratuidad para todos se aplicó solo a partir de 1936 y prácticamente fue revocado en 1940. La guerra asomaba: había que incitar a la juventud, entonces, a que vaya hacia las fábricas. Restablecida en 1956, la gratuidad de los estudios superiores constituyó uno de los principales logros sociales de la Unión Soviética.
Tras su disolución en 1991, el Estado soviético, luego ruso, roza la quiebra. Los gastos públicos por estudiante caen un 70% durante los años 1990. Las universidades ya no tienen medios, en ese momento, para pagar a sus profesores, ni incluso para pagar las cuentas habituales de servicios como la electricidad o la calefacción. La mayor parte de los establecimientos intentan encontrar otros recursos: alquiler de sus edificios, ventas de asesorías, organización de cursos preparatorios pagos para los concursos de ingreso… “En la universidad, todo servicio se monetizaba: ausencias, sesiones de reincorporación, fechas de exámenes, etc”., escribe Tatina Kastouéva-Jean, investigadora del IFRI (7). A veces se recomienda seguir los cursos particulares de un profesor con la esperanza de llevarse una buena nota en su examen. Pero incluso se puede comprar en el mercado negro un diploma falso o una tesis de doctorado “llave en mano”.
Al mismo tiempo, el país vive un gran momento de libertad en el que todo está por hacerse. En Ekaterimburgo, y mientras la ciudad todavía está cerrada a los extranjeros, el profesor Valery Mijailenko crea el primer departamento de Relaciones Internacionales de Rusia dentro de la Facultad de Historia de la Universidad Estatal del Ural a inicios de los noventa. Historiadora, responsable de investigaciones en el CNRS, Irina Tcherneva comenzó sus estudios en ese mismo departamento en 1999. “Nuestra profesora de Historia nos dijo: ‘es un período de convulsiones, no tengo ganas de seguir el programa’. Y nos hacía mirar películas documentales, encontraba otras fuentes además de los manuales [editados en el período soviético]. Trabajamos sobre la represión estalinista”. Bajo el impulso de la perestroika, los grupos de rock alternativos y las tropas teatrales hacían sus espectáculos en los sótanos de inmuebles preparados a tal fin. “Las piezas que hablaban de política funcionaban más allá de una cierta crítica a los políticos. Los autores eran subversivos y querían sacudir a la sociedad, y eran muy exitosos entre los estudiantes”, testimonia Tcherneva.
A mediados de los años 1990, los sindicatos de estudiantes, que brotaban profusamente, relajan las consignas políticas en beneficio de los eslóganes sociales. La crisis económica golpea por entonces con todas sus fuerzas a una juventud que exige a la vez más libertades y los medios para estudiar. Como abogado especializado en derechos humanos y periodismo de investigación, Stanislav Marlekov –que será asesinado en 2009– participa en el movimiento de creación de “Defensa estudiantil”, uno de los sindicatos más activos de la época. “Es un movimiento que venía desde abajo –relataba Marlekov en una entrevista que concedió al sociólogo Alexandre Bikbov en 2006–. Con reivindicaciones que concernían directamente a los estudiantes”. El movimiento federa entre 10.000 y 15.000 personas, en la capital pero también en varias ciudades del país (San Petersburgo, Tula, Novossibirsk, Rostov…). Después de varias manifestaciones grandes organizadas en Moscú en 1994 y 1995, muchas de sus demandas fueron satisfechas, como la libre circulación de los estudiantes en las residencias universitarias, o el pago de los alquileres con retraso...
Estimulan actividades
Treinta años más tarde, y bastante antes de la guerra en Ucrania, la protesta se apaciguó. Claramente, se supone que los sindicatos “oficiales”, que existen en todas las grandes universidades, defienden los derechos de los estudiantes: un conflicto con algún profesor, un problema administrativo, un incidente en la residencia, el sostén material a los estudiantes necesitados, ayuda jurídica. Pero la colaboración estrecha con la administración menoscaba su combatividad. “Los dirigentes [de las organizaciones estudiantiles] cobran un salario de la universidad; están permanentemente envueltos en conflictos de intereses –se indigna Dmitry Trynov, uno de los fundadores del sindicato de trabajadores de la enseñanza superior University Solidarity–. Acallan el descontento e incluso intentan hacer presión sobre ciertos grupos de oposición. Por ejemplo, cuando algunos estudiantes que no habían obtenido lugar en los dormitorios se unieron y montaron un campamento de (...)
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