El domingo 4 de septiembre, la posibilidad de avanzar hacia estadios de mayor justicia social e inclusión sufrió un duro revés electoral en las urnas, cuando más de un 61% se manifestó en contra de la propuesta de nueva Constitución elaborada por la Convención Constitucional. La gran mayoría de los actores políticos dirigieron sus críticas hacia el órgano que, durante un año, preparó el texto que fuera plebiscitado. Aun cuando puedan haber buenas razones para ello (porque fuera una propuesta ambiciosa para unos, maximalista para otros; por el comportamiento de un puñado de convencionales; por una supuesta falta de diálogo con los sectores conservadores), lo cierto es que los procesos de cambio social son mucho más complejos y nunca pueden ser explicados atendiendo a un solo antecedente. Que Chile cuente con una nueva Constitución pasa, en algún sentido que me parece relevante, por comprender cuáles son las actuales condiciones políticas que harían posible un acto propiamente constituyente.
La propuesta de nueva Constitución contiene una serie de cambios estructurales que apuntan a los pilares del modelo de garantía y protección de los derechos fundamentales del actual orden constitucional, uno de los principales factores de acumulación del malestar social. Por un lado, se reconocen de forma universal aquellos derechos que se encuentran en la base del modelo de Estado subsidiario, los derechos sociales, que han mercantilizado importantes ámbitos de la vida individual, familiar y social, configurando eficaces modos de acumulación de la riqueza; por el otro, se propuso un diseño institucional más sensible a la protección de dichos derechos, a través de un poder legislativo más eficaz y un poder judicial también sensible a la dimensión social de la justicia. La regulación propuesta para los derechos sociales daba cuenta de un giro que sale del modelo propietarista para incorporar un fuerte componente solidario. Así fue para salud, educación y seguridad social, principalmente, pero también para agua, vivienda y trabajo, quizá en menor grado.
Sin perjuicio que otros factores también incidieron en el resultado, la campaña del Rechazo atacó de manera frontal este componente solidario de la propuesta de nueva Constitución, en defensa de aquella dimensión propietarista de los derechos fundamentales –en especial los sociales– que se intentaba dejar atrás. Dicha campaña fue explícita en defensa de la propiedad sobre los fondos de pensiones, del supuesto derecho a una vivienda en propiedad, de la libertad para elegir entre un sistema público y uno privado de salud, de la propiedad sobre los derechos de aprovechamiento de aguas, del derecho a mantener la educación privada separada de la pública; todo intento por incorporar solidaridad en la provisión de estos derechos, o bien, por proteger su carácter integrador a través de sistemas nacionales fue, expresamente, criticado y después rechazado.
Bajo un eslogan vacío y despolitizado de la libertad para elegir –que no se hace cargo de la segregación que genera la provisión mercantilizada de los derechos sociales– la campaña del Rechazo logró movilizar cierto sentir popular, muy mayoritario, en favor de dicha opción en el plebiscito. Si bien es cierto que fueron muchas las razones que confluyeron en una misma opción y que, por lo tanto, ese casi 62% no tiene un contenido homogéneo, no podemos pasar por alto que aquella dimensión solidaria del Estado social propuesto por la nueva Constitución fue rechazado por la ciudadanía. Podríamos pensar que, en realidad, rechazaban otros aspectos (…)
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