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Pequeñas deslocalizaciones entre amigos

Un trasfondo del conflicto entre Rusia y Ucrania

Como el dolor de espalda y el clima, “el fin de la globalización” es una de esas noticias “recurrentes” que florecen regularmente en la prensa. Ensayistas y periodistas le pusieron los clavos al féretro de la liberalización planetaria después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, luego en ocasión de la crisis financiera de 2008, y una vez más cuando se produjo la crisis del euro a mediados de los años 2010. Con el caos mundial de las cadenas de abastecimiento causado por las políticas anti-Covid, por el aumento de las tensiones chino-estadounidenses, por la guerra en Ucrania y por la crisis energética, llegó el momento de un nuevo informe de autopsia. En 2022, el jefe de los legistas se llama Larry Flink, presidente ejecutivo del fondo de inversión BlackRock. “La invasión rusa puso fin a la globalización que conocíamos desde hace tres décadas”, escribió el pasado 24 de marzo en su carta anual a los accionistas. No hacía falta más para provocar una catarata internacional de artículos sobre la “desglobalización”, las relocalizaciones, el “desmultilateralismo”, el retorno del proteccionismo, etc., que cayó como un balde de agua fría sobre los congresistas del Foro Económico Mundial reunidos a fines de mayo en Davos.

¿Cómo resucitar esta vez a la esfinge y aclimatarla a un contexto geopolítico inflamable? La globalización de los años 2000 se pretendía inclusiva: sus arquitectos admitían a China en el seno de la Organización Mundial del Comercio (2001), e incluso a Rusia (2012), convencidos de que la interdependencia económica civilizaría a estos socios ideológicamente mal instruidos. “Dos países que tienen McDonald’s jamás se hicieron la guerra”, sostenía en 1996 el ensayista Thomas Friedman (1). La idea era buena, pero fracasó. Entonces, es necesario ser más selectivos. Deslocalizaciones sí, pero entre amigos. Una idea tan brillante no se podía enunciar sino en inglés: friendshoring, en oposición a offshoring, que designa las deslocalizaciones clásicas.

Influencia geopolítica
Identificado por un informe de la Casa Blanca de junio de 2021 como un remedio a las convulsiones del comercio internacional (2), el friendshoring dispone de influyentes evangelistas. “Profundicemos la integración económica –abogó el 13 de abril de 2022 la secretaria del Tesoro estadounidense Janet Yellen–, pero hagámoslo con los países con los cuales sabemos que podemos contar.” Rusia, explicó en ocasión de un desplazamiento a Corea del Sur el pasado 19 de julio, “instrumentalizó la integración económica con eficacia”; por lo tanto, es preciso aislarla. Además, “no podemos permitir a países como China que utilicen su posición en el mercado de las materias primas, las tecnologías o los productos clave para perturbar nuestra economía o ejercer una influencia geopolítica indeseable”. Conviene entonces “modernizar nuestro enfoque de la integración comercial teniendo en cuenta estos problemas […] en lugar de concentrarnos exclusivamente en los costos”. La presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde, se muestra también muy favorable a esta idea. En el marco de una conferencia en Washington, admitía que la interdependencia “puede convertirse rápidamente en vulnerabilidad cuando la geopolítica cambia y los países con objetivos estratégicos diferentes de los nuestros se convierten en socios comerciales más riesgosos” (3). Conjurar este espectro implica, según Lagarde, privilegiar un abordaje más regionalista. Vista desde este ángulo, la penetración conceptual del friendshoring aparece como más limitada: en Europa, en las Américas o en Asia, las zonas de libre comercio regionales proliferan desde hace décadas (4). ¿Acaso la Comunidad Económica Europea no tiene por fundamento una unión aduanera en perpetua expansión? Desde hace unos quince años, Bruselas ensalza los méritos de la deslocalización de cercanía a un gran país situado en las fronteras de Europa, provisto de mano de obra calificada y poco onerosa, pero gangrenado por la corrupción y lastrado por una arquitectura jurídica atrasada respecto de las normas europeas: Ucrania. El friendshoring adquiere en este caso la forma de un acuerdo de asociación política y de integración económica (5) entre Bruselas y Kiev, cuyas negociaciones comenzaron a fines de los años 2000. El episodio desempeñó un papel crucial en la genealogía del conflicto entre Rusia y Ucrania. A fines de 2013, las dos partes se aprestaban a firmar el texto, cuando el entonces presidente ucraniano, Viktor Yanukovitch, renunció a ello inopinadamente por presión de Moscú. Este rechazo desencadenó los motines de la Plaza Maidán y luego, algunas semanas más tarde, la caída del gobierno y su reemplazo, en febrero de 2014, por un equipo pro-europeo que, finalmente, firmará el acuerdo. Se produjeron luego la anexión de Crimea por parte de Rusia (febrero-marzo) y la proclamación de las Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk (abril-mayo).

A primera vista, el acuerdo de asociación no tiene nada de novedoso. En el transcurso de las dos últimas décadas, la Unión Europea concluyó varios acuerdos con numerosos Estados, entre ellos los de la ex Yugoslavia, candidatos a la integración europea –contrariamente a Ucrania a fines de los años 2000–. Pero el documento rubricado en junio de 2014 por el entonces nuevo presidente ucraniano, Petro Poroshenko, es de un nuevo tipo. Se inscribe en el marco de la “asociación oriental”, una política de influencia europea impulsada por Polonia para intensificar la cooperación con países del ex bloque soviético y anclarlos más firmemente al rompeolas occidental: Armenia, Azerbaiyán, Bielorrusia, Georgia, Moldavia y Ucrania. Sólo los tres últimos iniciarán las conversaciones con determinación y concluirán en 2014 un acuerdo de asociación. Entre ellos, Ucrania representa con seguridad el pez gordo. Su política exterior y su economía descansan sobre un equilibrio inestable entre Rusia y Europa (6).

Desde el lanzamiento de esta “asociación oriental” en 2009, en un contexto de tensiones con Moscú en torno al (...)

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Pierre Rimbert

De la redacción de Le Monde diplomatique, París.

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