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Oro, contrabando y guerras de poder

Viaje por las turbulentas aguas de Surinam

Es un paisaje lunar. Se “rompió” la selva, como se dice acá, dando lugar a una tierra gredosa excavada por todas partes. En una de las fosas de diez metros de profundidad, unos hombres se ponen manos a la obra calzados con botas altas, mangas largas y sombreros, bajo un sol de plomo. Se apoyan con todo su peso sobre mangueras de las que escapa un potente chorro que reduce la tierra a un barro blanquecino. Más lejos hay otro agujero en el que el agua puede finalmente reposar. Tomó un extraño color turquesa. Sin la guerra, Boke A., el encargado de esta mina artesanal de oro en el corazón de la selva amazónica en la que trabajan duro una treintena de hombres, no estaría acá: “Hubiera podido ser electricista”, imagina con una sonrisa soñadora.

Tenía once años cuando estalló la guerra de Surinam que, desde 1986 a 1992 enfrentó a una guerrilla con el ejército nacional. Huyó con su familia del pueblo a orillas del Maroni en el que vivía y se instaló en un campo de refugiados en la Guyana Francesa, del otro lado del río fronterizo. Cuando volvió a Surinam, en los años 90, ya no estaba en edad de estudiar y, como muchos otros jóvenes de la región, la explotación del oro se convirtió en su modo de ganarse la vida. Primero en la fosa, donde el trabajo es más agotador y más peligroso, antes de que unos inversores – entre los cuales seguramente algunos nunca vieron una fosa con sus propios ojos – le confiaran la gestión de las minas.

Una democracia débil
Como la vida de A., la situación actual de Surinam tiene sus raíces en los años 80. Ex-colonia holandesa, este país, el más chico de Sudamérica, es también el menos poblado, con seiscientos mil habitantes. Ubicado en la meseta de las Guyanas, territorio sudamericano por su anclaje en el continente, amazónico por su medio ambiente, caribeño por su historia y su cultura, tiene fronteras con Guyana, Brasil y la Guyana Francesa.

En el centro de Paramaribo, la capital, el fuerte Zeelandia alberga un museo. Los visitantes son escasos. En el último piso, en el altillo de esta antigua fortaleza holandesa de ladrillos que domina el río Surinam, una sala intenta poner en palabras el pasado reciente. Un cartel sobre “el período revolucionario” evoca en holandés –que sigue siendo el idioma nacional– el golpe de Estado del 25 de febrero de 1980, cinco años después de la independencia. Un mes antes de las elecciones nacionales, un grupo de sargentos del joven ejército surinamés tomó el poder. Oficialmente, los militares buscaban luchar contra la corrupción, el desempleo –que alcanzaba al 18% de la población activa en 1977– y volver a poner orden en los asuntos públicos. Sin embargo, “los planes políticos eran vagos: no hubo ninguna discusión ideológica en preparación al golpe de Estado”, observa la historiadora Rosemarijn Hoefte (1). El golpe sobrevino después de que el gobierno rechazara reconocer la creación de un sindicato en el seno del ejército y del paso ante una corte marcial de tres sargentos que figurarán entre los golpistas.

Las explicaciones del museo se van enredando para luego llegar a la conclusión de que el régimen instaurado a comienzos de los años 80 no era del todo democrático. En una frase al pasar se mencionan los “asesinatos de diciembre de 1982”: el arresto y la ejecución de quince opositores al poder militar. Periodistas, sindicalistas, abogados, universitarios... El cartel no indica la responsabilidad del hombre fuerte del régimen militar. Tampoco el lugar del drama. Sin embargo, el visitante se encuentra allí mismo ya que la masacre sucedió en el lugar en el que se emplaza el museo, la antigua fortaleza colonial que sirvió de cuartel militar y de cárcel.

Hay que decir que el ex-dictador Desiré Bouterse sigue teniendo poder en el país. Fue su presidente –democráticamente durante una de las diversas vueltas a la democracia que vivió el país– de 2010 a 2020. Durante sus dos mandatos, un tribunal militar lo enjuició y fue reconocido culpable de los asesinatos de diciembre de 1982 y condenado a veinte años de cárcel. Esta pena fue confirmada durante la apelación en agosto de 2021, sin que la justicia pidiera el arresto de Bouterse, quien interpuso un recurso en casación. Así es que Surinam se encuentra tironeado por fuerzas antagónicas: por un lado, la voluntad de una parte de las autoridades de construir un Estado de derecho; por el otro, la omnipresencia de un ex-dictador vinculado, de conocimiento público, al tráfico de drogas internacional.

La guerra
Los asesinatos de diciembre de 1982 provocaron la interrupción de la ayuda económica de los Países Bajos a su ex-colonia, es decir unos cientos de millones de dólares por año. Al mismo tiempo, la caída de las cotizaciones de la bauxita (que permite la producción de aluminio), de la que Surinam era uno de los principales exportadores mundiales, sumergió al país en grandes dificultades económicas. Estas dos fuentes de financiamiento representaban más del 80% de los ingresos del país en 1980. En 1982, se extendieron una serie de huelgas por el país y el Ejército perdió el apoyo de la población, que sin embargo había ampliamente celebrado la intervención militar en 1980. A pesar de ello los hombres uniformados se mantuvieron en el poder y la figura de Bouterse se volvió central.

Este cabo del ejército holandés decidió volver a su país natal en el momento de la independencia para contribuir a formar un ejército nacional. Inicialmente no alineado, su posición en términos de política exterior fluctuó. En enero de 1983 expulsó a los diplomáticos estadounidenses debido a “actividades desestabilizadoras”, acusándolos “de alentar a los sindicatos conservadores del país y de jugar un rol clave en la organización de manifestaciones anti-gubernamentales y de huelgas que buscan derrocar al gobierno” (2). Luego tomó distancia de Cuba que, sin embargo, había sido cercana a Surinam hasta ese momento. En el otoño de 1983, echó a los representantes de la gran isla del Caribe, luego de la invasión estadounidense de Granada y de la ejecución de su primer ministro, Maurice Bishop. ¿Se trató de un progresivo alineamiento a Estados Unidos? No necesariamente, según el historiador holandés Gert Oostindie, quien explica que en Surinam “la retórica política servía [en ese entonces] sobre todo a disimular la obsesión por permanecer en el poder” (3).

En 1986, el ataque por parte de un grupo de hombres armados a un puesto militar marcó el comienzo de la “guerra de Surinam”. Eran dirigidos por Ronnie Brunswijk, en ese entonces de 25 años. Este ex-guardaespaldas de Bouterse recibió el apoyo de opositores al régimen dictatorial refugiados en los Países Bajos. La guerrilla que lideraba tomó el nombre de Jungle Commando. Estaba constituida, en su inmensa mayoría, por hombres cimarrones, una parte de la población surinamesa, de la que formaba parte Brunswijk. Se trataba de descendientes de esclavos rebeldes que en el siglo XVIII lograron la firma de tratados de paz reconociendo el derecho de vivir libremente en el interior selvático de la colonia, un siglo antes de la abolición de la esclavitud. En los años 80, los cimarrones (conocidos con el término de Bushinengue) formaban el cuarto grupo étnico del país, que representaba alrededor del 10% de la población surinamesa, tras los indo-descendientes (37%), los criollos (30%) y los javaneses (16%), cuyos ancestros llegaron a través de sucesivas olas a la colonia holandesa. Ante los ojos del ejército, rápidamente todos los cimarrones se convirtieron en sospechosos de apoyar a la guerrilla. “El conflicto cobró el aspecto de una guerra étnica”, observa la historiadora Rosemarijn Hoefte. En noviembre de 1986, la masacre de civiles en el pueblo cimarrón de Moiwana provocó la partida hacia la Guyana Francesa de varios miles de cimarrones.

Francia, que comparte 520 kilómetros de frontera fluvial con Surinam, se impuso como potencia mediadora en el conflicto. En 1992, se firmó un acuerdo de paz entre el gobierno y los Jungle Commando en Kourou, tras el fracaso de (...)

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Hélène Ferrarini

Periodista.

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