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A mediados del siglo XIX, el fin de un orden europeo

Cuando Rusia perdía la Guerra de Crimea

Conflicto central del siglo XIX, la Guerra de Crimea, de envergadura europea, presenta más de una paradoja. La primera de ellas reside en las huellas dejadas por el conflicto: tanto en Francia como en el Reino Unido, los nombres Malakoff, Alma, Crimea, Sebastopol o incluso Inkerman o Balaklava inscribieron su gloriosa memoria en monumentos, en nombres de calles de más de una ciudad, en la literatura y el cine (como es el caso de la heroica y desastrosa carga de la Brigada Ligera) y se preservó el recuerdo de figuras conocidas –como Canrobert, Mac Mahon, Lord Raglan, Florence Nightingale– o desconocidas –como “el” zuavo del puente del Alma–. Sin embargo, esta guerra fue poco a poco olvidada por las sociedades y los Estados occidentales que la ganaron en apoyo al Imperio Otomano. Por el contrario, Rusia y los rusos, a pesar de haber sido vencidos, conservaron de ella un recuerdo vibrante, encarnado en textos literarios (como los Relatos de Sebastopol de Tolstoi), objetos y monumentos funerarios erigidos a los héroes a la altura de los traumas sufridos.

Las raíces del conflicto
El conflicto, que pasó a la posteridad bajo el nombre de “Guerra de Crimea”, no se limitó a la península. Se desarrolló en un espacio mucho más amplio, en el Cáucaso, en Asia, pero también en el Mar Blanco y ¡hasta en las Islas Solovetski! Otra paradoja: si bien fue extremadamente mortífero (cerca de 800.000 muertos), solo una minoría (240.000) de los hombres movilizados murió en combate mientras que la mayor parte fue víctima del tifus, del cólera, de la disentería o incluso del escorbuto. Fue un conflicto “moderno”: el primero de la historia europea en ser fotografiado por profesionales; en ser cubierto por reporteros de guerra; en hacer uso del telégrafo; en emplear buques a vapor; en usar nuevas armas devastadoras como los fusiles con cañón de ánima rayada; en recurrir a hospitales de campaña en los que se contaban numerosas mujeres, enfermeras (religiosas o laicas), y en hacer uso, con el cirujano Nikolai Pirogov, del éter como anestesia en el campo de batalla. Pero también fue un conflicto tradicional, con sus luchas cuerpo a cuerpo con bayonetas (como en la ocupación de la fortificación de Malakoff), sus interminables operaciones de asedio (Balaklava, Kars, Sebastopol), sus trincheras embarradas y sus epidemias. Este conflicto de dimensión geopolítica y religiosa, no enfrentó a Estados cristianos con un Estado musulmán, sino que, de forma más inédita, enfrentó a una coalición de Estados cristianos que socorrieron al Imperio Otomano con un Imperio Ruso ortodoxo. Por último, si bien movilizó, a través de la gran prensa, a la opinión pública como ningún otro conflicto previo, suscitando campañas de apoyo financiero a los combatientes, escritos xenófobos de gran violencia, un sentimiento visceralmente anti-europeo en Rusia, pero también textos pacifistas (así, desde su exilio, Victor Hugo escribió uno de los primeros panfletos antimilitaristas de la historia europeas), culminó clásicamente en marzo de 1856 a través de la firma de un tratado internacional firmado en París.

El conflicto tiene sus raíces en una doble rivalidad, geopolítica y religiosa. En los orígenes del conflicto se sitúan, por un lado, la cuestión del futuro del Imperio Otomano y de las prerrogativas que el Imperio Ruso se atribuyó a expensas de éste, y, por otro, la cuestión de los Santos Lugares, objeto de rivalidades entre cristianos.

A partir de la firma del Tratado ruso-turco de Küçük-Kaynarca, firmado por Catalina II en 1774, el cual le concedió un derecho de supervisión sobre el destino de los cristianos ortodoxos súbditos de la Sublime Puerta (el Imperio Otomano), la Rusia de los zares aprovechó para inmiscuirse en sus asuntos y, desde fines del siglo XVIII, no dejó de reivindicar derechos específicos sobre el Mar Negro y sobre los Estrechos de los Dardanelos y del Bósforo así como de avanzar en los Balcanes. Con el reinado de Nicolás I iniciado en 1825, estos objetivos se ampliaron y el control de los estrechos (“las llaves de la casa” dirá el zar) se convirtió en un objetivo central de la diplomacia rusa. Efectivamente, mientras que el Imperio Otomano en crisis pasaba por “el hombre enfermo de Europa” y que su estado avivaba los apetitos territoriales de las potencias vecinas, para San Petersburgo se trataba de impedir cualquier reparto que no sea en beneficio suyo y de posicionarse como protector privilegiado de Turquía. Esta política, ofensiva, no tardó en desembocar en una serie de tratados bilaterales ventajosos para Rusia, como el Tratado de Adrianópolis, firmado en septiembre de 1829, y más aun, el de Unkiar Skelessi, firmado en julio de 1833, el cual prohibió al Imperio Otomano dejar entrar buques extranjeros a los Dardanelos en caso de guerra contra Rusia. Esta disposición, que convertía de facto al Mar Negro en un “lago (...)

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Marie-Pierre Rey

Profesora de Historia Contemporánea en la Universidad París 1 Panteón-Sorbona.

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