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Coleccionar sellos, una afición que ya no se cotiza

La filatelia, una fábrica de relatos

La filatelia ocupó durante mucho tiempo un lugar señalado entre las aficiones domésticas. Los coleccionistas se reunían en clubes para intercambiar sellos. Cada estampilla tenía su “valor facial” y sentimental, y entrañaba esperanzas de plusvalías. El confinamiento brindó a Thomas Frank la oportunidad de volver la mirada a este pasatiempo.

En las horas más oscuras de la pandemia, regresé a la casa de mi infancia, en un suburbio residencial de Kansas City para cuidar de mi anciano padre. Era de esa clase de personas que se resisten a tirar el más mínimo objeto, por lo que en la casa se amontonaban todo tipo de reliquias, supervivientes de las distintas etapas de nuestra vida.

El álbum de sellos atrajo mi atención. Me puse a hojear sus páginas algo polvorientas. Yo mismo había abandonado mi actividad de coleccionista en 1982, cuando dejé de ir a la oficina de correos a comprar cada nueva tirada con el dinero que mis padres me daban para el almuerzo. Pasando esas páginas, en las que el chico de diecisiete años que una vez fui había dispuesto cuidadosamente cientos de sellos de décadas pasadas, me di cuenta de que ahora, en la época de los correos electrónicos y de eBay, seguramente podría completar mi colección y llegar hasta el final de ese proyecto tanto tiempo abandonado. Y mientras examinaba los pequeños rectángulos coloreados, impresos mucho tiempo atrás, esa antigua fascinación volvió a apoderarse de mí.

¿Qué ha sido de la filatelia? Hubo un tiempo en Estados Unidos en que ese pasatiempo despertaba un entusiasmo casi universal. Niños de todos los orígenes formaban clubes para cubrir de sellos las páginas de sus álbumes. Durante la Segunda Guerra Mundial, el presidente Franklin Roosevelt se relajaba entre reuniones contemplando sus colecciones. En las décadas de 1950 y 1960, durante los congresos filatélicos, las multitudes se agolpaban fuera de las salas de exposición antes incluso de la apertura de puertas.

¿Y hoy? Entre mi generación, no conozco a nadie que todavía coleccione sellos. Supongo que los jóvenes estadounidenses ni siquiera saben de qué se trata, dado el desuso en que han caído esos vestigios de mi infancia. Incluso mi padre, ferviente coleccionista durante años, terminó cansándose.

Un periodo de cinismo

Hay varias teorías para explicar ese declive. Según una de ellas, las propias autoridades postales estadounidenses sabotearon esa afición en la década de 1970, cuando comenzaron a crear nuevos sellos en tal cantidad y bajo formas tan variadas que resultó evidente que buscaban sacarles el dinero a los aficionados.

Prefiero otra explicación, más político-cultural. En mi opinión, el núcleo de la actividad filatelista –adquirir, catalogar y admirar trozos de papel creados por la burocracia estatal– ya no tiene sentido en el mundo contemporáneo. Coleccionar sellos presupone una especie de ingenuidad, una creencia en los relatos heroicos del Estado. Una ingenuidad que recordamos con embarazo, tras las mentiras oficiales de la guerra de Vietnam, el Watergate, la invasión de Irak, la crisis de las subprime, los años de Trump… Abrir un viejo álbum de sellos provoca un poco de vértigo, dada la tranquilidad histórica que allí se exhibe sin contradicción de ningún tipo.

A eso se suma la desilusión económica. Todos los coleccionistas de la época estaban profundamente convencidos de que acumulaban piezas valiosas; no tenían dudas de que su pasión algún día les saldría a cuenta, y de que incluso el más corriente de los sellos postales podría convertirse en una de esas piezas raras que alcanzan precios exorbitantes en las subastas. Cuando el tiempo hubo desmentido esa esperanza, sin dejar la menor sombra de duda sobre su carácter ilusorio, el interés por los sellos acusó un duro golpe, del que nunca se ha recuperado. ¿Por qué tratar un papel como una joya (manipularlo con unas pinzas especiales, introducirlo en un pequeño envoltorio plastificado…) cuando su valor de mercado es de apenas unos céntimos? De hecho, la mayoría de las colecciones obsesivas de mi infancia han corrido la misma suerte: cómics, vinilos, tarjetas de béisbol, latas de cerveza… Todas fueron impulsadas por una apreciación errónea de las leyes del mercado, y todas terminaron decayendo.

Al reflexionar sobre todo ello durante la pandemia, un periodo de cinismo generalizado, la idea de volver sobre un pasatiempo obsoleto, del que no se podía esperar ningún beneficio económico, recobró cierto encanto a mis ojos. Esa actividad sin ninguna utilidad llegó en el momento justo para llenar mis horas muertas. A medida que mi trabajo de crítico de los hábitos sociales se tornaba fútil, acumular objetos relacionados con la vida cotidiana volvía a convertirse en una (...)

Artículo completo: 2 427 palabras.

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Thomas Frank

Periodista. Su último libro es The People, No: A Brief History of Anti-Populism, Metropolitan Books, Nueva York, 2020.

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