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El dilema de Estados Unidos

¿Hasta qué punto armar a Ucrania?

Mientras la guerra en Ucrania ya habría alcanzado unos 200.000 muertos y heridos, los llamados a negociar un cese-el-fuego se multiplican, sin por ello limitar la intensificación del conflicto. En dificultades en el frente, Rusia bombardea las ciudades ucranianas desde el interior de su territorio. Por su parte, Washington sigue entregando armas cada vez más sofisticadas a Kiev.

En noviembre, una nueva “cantinela”, más pacífica, salió de los muros de la Casa Blanca. Filtraciones en la prensa informaron sobre contactos establecidos por el asesor de Seguridad Nacional, Jake Sullivan, con el entorno cercano al presidente ruso, particularmente su asesor diplomático, Yuri Ushakov. La existencia de este canal –y la voluntad de darlo a conocer– fue interpretada como el inicio de una fase preliminar con vistas a negociar con Rusia. Esta apertura fue atenuada por las habituales aseveraciones según las cuales Kiev controla los tiempos. “Nada (se conversará) sobre Ucrania sin Ucrania”, prometió nuevamente el presidente estadounidense, Joseph Biden, el 14 de noviembre, en vuelo hacia la Cumbre del G20, en Bali. La visita a Washington de su homólogo ucraniano, el 21 de diciembre, permitió exhibir un mensaje de “coordinación y alineamiento”, según el comentario de un responsable de la Casa Blanca en vísperas del encuentro. Una cosa no quita la otra: mientras las municiones siguen fluyendo hacia Ucrania, la idea de una negociación ya no constituye un tabú en Estados Unidos.

Por una vez, el Pentágono, más que la Casa Blanca, se convierte en el promotor de la diplomacia en Washington. Según el jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas estadounidense, el general Mark Milley, un período de calma en los combates durante el invierno abriría “una ventana de oportunidad para la negociación”. Los militares estadounidenses se convencieron de que ninguno de los dos bandos puede infligirle una derrota al otro, a la vez que constatan su respectiva determinación de continuar los combates. “Debe haber un reconocimiento mutuo de que la victoria militar no es, en el sentido propio del término, alcanzable por medios militares, y que es necesario, por ende, considerar otros medios”, declaró Milley, ante el Economic Club de Nueva York, en noviembre.

Esta apertura ocurre justo cuando Washington ya acumuló algunos suculentos botines de guerra. El rival ruso dejó en evidencia las fallas de su ejército. Éste sufrió su tercer revés en Jersón –tras la retirada de la región de Kiev en marzo y la de Jarkov en septiembre– Su modernización está comprometida duraderamente debido a los embargos tecnológicos. La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) sumó dos nuevos miembros (Finlandia y Suecia); la libreta de pedidos del sector militar-industrial estadounidense está llena; Alemania abrió su primera terminal de gas natural licuado (GNL) flotante en Wilhelmshaven, el 15 de noviembre, para recibir gas estadounidense que hoy por hoy ya fluye abundantemente en Europa. La firma de contratos gasíferos de largo plazo con Argelia, por medio de gasoductos, o con Qatar, por el GNL, hace realidad el desacoplamiento energético entre Europa y Rusia siguiendo la hoja de ruta estadounidense desde la construcción del gasoducto Nord Stream 1 en los años 1970... Hundida por el auge de los costos de la energía, la industria europea pierde su ventaja competitiva, particularmente en provecho de sus competidores estadounidenses, que el Estado protege con generosos escudos financieros.

Giros en la estrategia

Este espectacular fortalecimiento de la posición estadounidense es el fruto de una estrategia que sufrió varios vuelcos, siempre con el mismo objetivo en la mira: infligir, de ser posible, una derrota estratégica a Rusia, que constituye, junto con China, un rival sistemático de Estados Unidos. Porque Washington defiende las causas justas sólo si son susceptibles de servir a sus intereses. El pisoteo del derecho internacional por parte de su aliado Israel, por ejemplo, no provocó el envío de lanzamisiles a los palestinos; incluso fue recompensado, en marzo de 2019, por el presidente Donald Trump al reconocer Washington la anexión de la meseta del Golán, conquistada en 1967, durante la Guerra de los Seis Días; una decisión que su sucesor no cuestionó. Tras su contribución mayor a la derrota de la organización del Estado Islámico (EI) en Siria, los kurdos fueron inmediatamente abandonados a los vehículos blindados de la operación turca en octubre de 2019, cuando Estados Unidos prefirió cuidar a su susceptible aliado, Ankara (1).

Sin dudas, la perspectiva de una invasión de Ucrania, temida desde noviembre de 2021, no le agradaba en lo más mínimo a Washington, completamente inmerso en su rivalidad con China. Tras la invasión, Washington consideraba abandonar a su suerte al ejército ucraniano, que se presumía poco capaz de resistir la invasión de las tropas rusas. Se incitó a Volodimir Zelensky a abandonar el país, para formar un gobierno en el exilio, al amparo de las fuerzas especiales rusas que amenazaban la calle Bankova (sede del gobierno). Las masivas sanciones económicas, minuciosamente preparadas, estaban en el corazón de la estrategia coordinada entre Estados Unidos y Bruselas (2). Recién a fines de marzo, cuando las tropas rusas debieron retirarse de los suburbios de Kiev, Washington decidió armar fuertemente al aparato ucraniano. La Casa Blanca sacó entonces provecho del error estratégico del Kremlin. El shock provocado, el 1º de abril, por el descubrimiento de los abusos del ejército ruso en Bucha favoreció este giro. Los defensores de una línea dura acentuaron su presión sobre el presidente ucraniano.

Los aliados occidentales de Ucrania demoraron las conversaciones sobre las garantías de seguridad que reclamaba Ucrania a cambio de eventuales concesiones a Moscú, particularmente la (...)

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Hélène Richard

De la redacción de Le Monde diplomatique, París.

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