A cincuenta años del golpe de Estado cívico militar en Chile, la tramitación del pasado continúa siendo un horizonte que perfila silenciosamente nuestro presente y los tiempos por venir. No puede ser de otra manera, pues, “Todo el país está construido sobre una villa”(1), escribe Guillermo Calderón en la pieza de teatro Villa, y cuyo escenario es Villa Grimaldi. La metáfora de la superposición de geografías temporales es poderosa: el Chile de hoy se yergue inevitablemente sobre una villa, sobre una zona de horror, en la que habitan simbólicamente todas las villas del país, los antiguos centros de detención y tortura, todas las ruinas de un pasado reciente. La trama de Villa sucede en el ex cuartel de detención y represión Terranova durante la dictadura de Pinochet, y que hoy conocemos como Parque por la Paz Villa Grimaldi. En la escena de la pieza hay tres mujeres que debaten profusamente sobre la remodelación de Grimaldi, según dos opciones: reconstruir la villa o hacer un museo en la villa. Mientras la primera opción, propone la reconstrucción de la villa idéntica a su pasado de cuartel, apostando, dicen las mujeres, a reproducir una “estética del dolor”, según una minuciosa fidelidad a un pasado escabroso, la segunda opción propone la construcción de un museo sobre los vestigios de la villa. Una edificación completamente nueva y blanca, purificada de una historia sangrienta, a la manera de un museo con valor de punto final. Toda la obra se desarrolla como una profusa y rica discusión de sentidos en disputa, mostrando cómo la memoria no puede ser un texto unívoco, sino más bien ella se exhibe como un fecundo tejido de narrativas superpuestas y que no necesariamente actúan en complicidad. En este sentido, la pieza no intenta responder a la cuestión, a mi juicio, un poco estrecha “qué es la memoria”, sino más bien, “cómo se construye la memoria”; esto es, a través de qué relatos, qué imágenes, lugares, cosas y geografías, el pasado se abre paso sobre nuestro presente, reactivando la trama temporal de ese tiempo escurridizo como es el tiempo de la memoria, siempre acechado por el olvido. Bajo este respecto, lo notable del texto de Calderón reside justamente en mostrar esta dimensión agonística de la memoria, como un terreno inestable, frágil, habitado por numerosas contradicciones, lo que permite aseverar que no hay narrativas puras, y que toda narración está atravesada por otros relatos, liberando así la dimensión procesual de la construcción de la memoria, individual y colectiva, así como su impronta inconclusa. En este sentido, en la víspera de los cincuenta años del golpe de Estado en Chile, resulta de gran fecundidad la sentencia de Calderón; ella sugiere pensar que bajo lo moderno yacen irremediablemente los restos de un pasado, que bajo los discursos de éxito y progreso con los que la prosa neoliberal ha acurrucado los años de la postdictadura en Chile, subyacen vidas degradadas y olvidadas que rondan subterráneamente la bonanza de un país.
Según la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, durante la dictadura existieron a lo largo de Chile 1156 centros de detención clandestina, de tortura y represión. De muchos de ellos ya no quedan trazas materiales, han sido destruidos, abandonados, y otros han sido reconvertidos o reintegrados de manera infame al paisaje social y a la ruta de la amnesia a la que tienden las lógicas del progreso. No obstante, no hemos de olvidar que, incluso ahí donde ha habido destrucción para implantar lo nuevo, allí siempre subyace lo pretérito, siempre quedan restos, violencias que aún no encuentran un camino de reparación. En otras palabras, bajo la historia oficial siempre perviven otras historias; la matriz de la memoria sigue resonando, (…)
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