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Londres se subordina a Washington

El Reino Unido y Europa después del Brexit

En 1961, en una carta al primer ministro Harold Macmillan, el presidente John Fitzgerald Kennedy lo alienta a unirse a la Comunidad Económica Europea (CEE) para prevenir “las excentricidades de París y de Bonn” (1). Cuando rechaza la primera tentativa británica de adhesión, Charles de Gaulle tiene por tanto algunas razones para temer que Estados Unidos se valga del Reino Unido para asentar su dominación sobre Europa. En 1967, justificará un segundo veto apelando a la persistencia de las “relaciones particulares” entre Washington y los británicos, “con las ventajas y también las dependencias que para ellos se derivan de esa situación”. Habrá que esperar hasta 1973 y un presidente francés menos escrupuloso para que Londres se una al Mercado Común.

En 2020, cuatro años después del referéndum sobre el Brexit, el Reino Unido se convirtió en el primer Estado –y hasta hoy el único– en abandonar la Unión Europea (UE). Mientras que el costo económico de esta decisión es fuente de incesantes recriminaciones dentro del país, fuera de sus fronteras la pregunta más habitual es aquella que formulaba de Gaulle, pero planteada a la inversa: ¿a dónde va Europa sin el Caballo de Troya británico? ¿Es posible esperar que la UE se vuelva más independiente, menos conforme a esa caricatura de “comunidad atlántica colosal” vituperada por el general, más cercana a la “Europa europea” que él decía anhelar con toda su alma (2)? Dos pronósticos ya fueron frustrados por la realidad geopolítica: por un lado, la UE emancipada de la intransigencia británica respecto del federalismo o la defensa europea; por el otro, un Reino Unido post Brexit aislado en Europa, relegado a sus márgenes o atenazado entre Washington y Pekín. Y la guerra de Ucrania fue reveladora de las relaciones de fuerza entre Londres y Bruselas, pero también de uno y otro Washington.

Ya el 24 de febrero de 2022, Boris Johnson marcó el tono de la respuesta europea llamando a “marginar a Rusia de la economía mundial, sector por sector”, y sosteniendo su exclusión de la red bancaria Swift, el freno de las exportaciones de equipamientos tecnológicos, el cese de la entrega de visas, el congelamiento de los activos y el embargo sobre el gas y el petróleo. Segundo proveedor de Kiev después de Estados Unidos, Londres desbloqueó 2.300 millones de libras de ayuda militar desde el comienzo de la invasión rusa. El Reino Unido invitó igualmente a sus protegidos a las bases de Kent o de Salisbury para formarlos en el uso de sus misiles antitanque o de sus drones y envió sus fuerzas especiales a Ucrania.

A fines de marzo de 2022, el presidente Volodimir Zelensky podía presentar al primer ministro británico como su dirigente europeo preferido. A diferencia de Berlín o de París, explicó, “Londres está definitivamente de nuestro lado y no hace equilibrismos”. De hecho, Johnson fue el primer jefe de Estado en viajar a Kiev. El 9 de abril de 2022, en momentos en que Rusia y Ucrania parecían a punto de concluir un acuerdo de paz provisorio, desembarcó en la capital para extenderle a Zelensky la consigna occidental: romper las negociaciones dado que Vladimir Putin “no era tan poderoso como se lo había imaginado” (3).

Johnson cuidó también su popularidad en los Estados bálticos tras haber desplegado allí unos 8.000 hombres. Se unieron a los 1.700 soldado británicos ya presentes en Estonia en el marco del establecimiento de una fuerza expedicionaria en 2012 dirigida por la Royal Navy. La adhesión de los países bálticos a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y a la UE había sido apoyada por Anthony Blair para recompensarlos por su participación en la Guerra de Irak. En suma, el Reino Unido vuelve a jugar el rol que era el suyo cuando integraba la UE al lado de los países que compartían su escepticismo en cuanto a las veleidades de independencia militar –el Grupo de Visegrado compuesto por Polonia, Hungría, República Checa y Eslovaquia, pero también por Rumania, Bulgaria o los Países Bajos–.

Un modelo cuestionado

Los Estados que constituyen el núcleo de la UE, y que esperaban adquirir mayor influencia tras el Brexit, se encuentran en una situación diametralmente opuesta. La recesión económica amenaza a Alemania, golpeada por la explosión de los precios de la energía –consecutiva a sus sanciones contra Rusia y a la caída de los envíos de gas y de petróleo–, pero también castigada por las dificultades de su principal socio comercial, China, agravadas por los esfuerzos de Washington para aislar a Pekín. El modelo germánico de crecimiento se encuentra cuestionado mientras que aumenta en todas partes la “amenaza de la desindustrialización” (4).

Francia, por su parte, es ahora el único miembro de la Unión Europea dotado de fuerza de impacto nuclear y el único miembro permanente del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Pero París se encuentra debilitada en el plano internacional después de que Australia anulara un contrato de compra de doce submarinos franceses para privilegiar una alianza militar con Estados Unidos y el Reino Unido (5). Y la “soberanía estratégica” de la UE no constituye en esta fase más que una ambición francesa. Al punto de que los Verdes alemanes condicionaron su entrada a la coalición gubernamental a la compra de F-18 estadounidenses, lo que cuestionaba, ipso facto, el proyecto francogermano- español de aviones de combate SCAF. El canciller Olaf Schölz cedió. En julio de 2022, una personalidad tan influyente como el ex ministro de finanzas de Angela Merkel, Wolfgang Schaüble, propuso incluso que París y Berlín privilegiaran de ahí en más una sociedad con Varsovia, lo que desplazaría el centro de gravedad de Europa en un sentido conservador y atlantista. En cualquier caso, el Brexit no parió en absoluto una política europea de seguridad y defensa más independiente de Estados Unidos(6).

Desde los años 1990, la autonomía de la Unión Europea respecto de la Alianza Atlántica siempre fue una mera expresión de deseos. En su momento, el presidente William Clinton había insistido para que la integración a la UE de los países del Este, efectiva en 2004, fuera consecutiva a su adhesión a la OTAN. Polonia, Hungría y la República Checa se unieron así a la Alianza en 1999, justo antes de que ésta lanzara su ofensiva contra la Federación Yugoslava; Bulgaria, Rumania, Eslovaquia, Eslovenia y los Estados bálticos lo hicieron en 2004, en momentos en que la OTAN (...)

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Alexander Zevin

Historiador, Universidad de California en Los Angeles.

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