A partir del “Acuerdo por Chile” firmado el 12 de diciembre de 2022 se ha abierto la posibilidad de un nuevo ciclo constituyente, luego del triunfo de la opción Rechazo en el plebiscito del 4 de septiembre. Este nuevo momento representa la última posibilidad de salir de la Constitución de 1980 y sus enclaves autoritarios, al menos de una forma pactada e institucional. A la vez responde a la voluntad del gobierno de lograr encauzar esta agenda de cambio constitucional, sin olvidarse de las reformas clave del programa de gobierno: pensiones, tributaria, salud y seguridad ciudadana.
Las graves debilidades del acuerdo ya han sido ampliamente reseñadas. Uno de los errores del proceso fue aceptar un sistema de elección que se homologó al del Senado, lo que genera evidentes distorsiones: se pierde el principio “una persona, un voto” de tal modo que en la Región Metropolitana tendremos 1 consejero x cada 1.4 millón de personas y en Aysén 1 por cada 0.05 millón. Esta situación diluye inmediatamente el peso de la izquierda, que tiene más fuerza en la zona urbana. Todo ello bajo una proporcionalidad muy mala. Este sistema de elección subvenciona a la derecha, y la única forma de haberlo contrarrestado hubiera implicado un acuerdo previo de lista única. El rechazo de la DC, PR y PPD a esa alternativa adquiere connotaciones de irresponsabilidad histórica y debería ser castigada por el electorado dado el inevitable efecto que generará al dispersar votos que fortalecerán la representación de la derecha.
A estos límites del sistema electoral cabe añadir un conjunto de dispositivos que neutralizan políticamente el proceso de forma anticipatoria: la designación de los denominados “expertos”, cuoteados en el Congreso, los que más que delinear ciertos contornos del texto constitucional, definirán el anteproyecto que los consejeros deberán votar. El “Comité técnico de Admisibilidad” se instaló como un mecanismo de judicialización de la discusión, sobre la base de acotar el proceso a los “bordes” ya zanjados el 12 de diciembre. Todo ello en un marco de tiempo muy corto, que redundará en un déficit sustancial de participación ciudadana, siendo particularmente restrictiva de la inclusión de los pueblos indígenas.
Si estas deficiencias son tan fuertes ¿es posible ver alguna ventana de oportunidad? ¿vale la pena participar de esta disputa a pesar de todo? La respuesta a estas preguntas no puede ser taxativa. Depende en primer lugar del costo de no disputar el proceso. En ese caso, evadir este escenario implica que el resultado será la legitimación de una “Constitución de 1980 2.0”. En segundo lugar, se deben analizar las posibilidades de avance social y democrático que abre el proceso, no de forma garantizada, pero al menos como potencialidad. Estas oportunidades no se han identificado y destacado suficientemente, dado el impacto que han tenido los elementos constrictivos ya señalados. Pero vale la pena detenerse en ellas.
Una Constitución democrática es posible
Lo que no es, pero puede ser, eso es lo posible. Bajo esa lógica las bases del segundo proceso constituyente permiten una lectura optimista, de acuerdo con parámetros de apertura democrática y de avance social. Obviamente, también es (…)
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