Las entregas se tenían que limitar a “material defensivo”. Para evitar la escalada, para impedir una “confrontación directa entre la OTAN y Rusia”, sinónimo, según el presidente Joseph Biden, de “tercera guerra mundial”. Un año después de que Rusia agrediera a Ucrania, los equipos de protección suministrados por el campo occidental se transformaron en helicópteros Mi-17, en cañones Howitzer, en drones kamikazes, en lanzamisiles de largo alcance, en tanques Abrams y Leopard. Los límites que se habían puesto un día fueron franqueados al día siguiente, y cuando Biden aseguró, el último 31 de enero, que su país no entregaría los aviones de combate que reclamaba Kiev, ya adivinamos cómo va a seguir el asunto. Por otra parte, en los círculos militares ya se comparan las virtudes del Gripen sueco y del F-16 estadounidense.
Porque nada parece poder detener la escalada armamentística, que ahora sustituye a las negociaciones. “Inclinar el campo de batalla en favor de Ucrania” se habría convertido, según Washington, en “el mejor medio de acelerar la perspectiva de una verdadera diplomacia” (1). Con declaraciones marciales (“sostendremos al pueblo ucraniano tanto tiempo como sea necesario”, “Ucrania ganará”…) Biden puso en juego el crédito de su país: después de la debacle afgana, todo retroceso aparecería como un signo de debilidad. Y para la Unión Europea, que también se comprometió mucho, como una humillación estratégica. Por su lado, Vladimir Putin moviliza las fuerzas necesarias para lograr sus objetivos dentro de un conflicto que percibe como una encrucijada vital y que compromete el destino nacional. La idea de que una Rusia acorralada se resignaría a la derrota en lugar de valerse de armas más destructivas es un puro engaño.
La cuestión del despliegue de las tropas occidentales corre el riesgo de plantearse pronto. Por el momento, Washington se niega a hacerlo. Pero acaso ¿el presidente Lyndon Johnson no declaraba, en octubre de 1964, “no vamos a enviar muchachos (…)
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