Hace unas semanas se promulgó la tan anunciada ley de 40 horas. Un proyecto que ingresó el año 2017 en manos del Partido Comunista, que presentaba una disminución de la cantidad de horas por jornada de trabajo, y que se zanjó cerca de cinco años después, en términos sumamente diferentes a los originales.
El nuevo texto, celebrado por el oficialismo, no ha estado exento de críticas tanto de ciertos sectores del mundo sindical, como de académicas y expertos en la materia. Detrás de estas opiniones se encuentra la preocupación porque se haya aprobado una norma que transa horas de trabajo por flexibilidad, y que entrega definiciones claves sobre la distribución de la jornada individual de trabajo a un ‘’acuerdo’’ entre las partes, que en el derecho laboral no están en una posición simétrica, y a los sindicatos de las empresas.
Aunque pueda sonar bien que se concedan estas decisiones las organizaciones sindicales, en realidad entregar a las directivas la negociación de ciertos aspectos relativos a la jornada laboral de cada persona está lejos de ser una garantía para las y los trabajadores sindicalizados, ya que la fragmentación de las organizaciones sindicales las suele dejar en una posición de debilidad frente al empleador. Esta ley, de hecho, podría generar un incentivo perverso a las empresas para constituir sindicatos que, manejados por ellas, les permitan camuflar decisiones unilaterales como si fuesen pactos de flexibilidad.
Si hemos llegado a un estado tal no se debe a una falta de esfuerzos por parte de la población sindicalizada, sino por el establecimiento institucional del plan laboral de José Piñera y su fortalecimiento por parte de quienes han estado en el poder desde hace treinta años. El escenario político, sin embargo, ha cambiado radicalmente en la actualidad, y la posibilidad de hacer frente al modelo de relaciones laborales de la dictadura está a nuestro alcance. Para ello, son varios los desafíos que el mundo sindical debe enfrentar dentro de los próximos años, y hay dos que son probablemente los más necesarios y urgentes para dar paso al resto.
El primer gran desafío es en materia de género. Hace unas pocas semanas un nuevo informe de la Dirección del Trabajo daba cuenta de que la participación laboral femenina en Chile en espacios formales de trabajo estaba en un 46% al año 2021, lo que representa una baja respecto de las cifras previas a la pandemia que arrojaban una participación del 53%. Es un número preocupante considerando que el mismo estudio da cuenta de una participación del 60% en América Latina.
Estas cifras tienen sentido si consideramos la adversidad que debieron enfrentar las mujeres durante la emergencia sanitaria, que además de una jornada formal, cargaban con la responsabilidad de la mayor parte de los trabajos reproductivos y de cuidado (…)
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