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Guerra Fría 2.0

Historia secreta de la inteligencia artificial

¿Quién ganará la batalla mundial de los algoritmos y de las máquinas “que aprenden”? ¿Estados Unidos o China? Detrás de estas preguntas se esconde una realidad más pragmática. Para muchas empresas de Silicon Valley, es una buena oportunidad para captar cientos de miles de millones de dólares de subvenciones públicas a riesgo de profundizar el enfrentamiento entre Washington y Pekín. Entre intensos lobbies y reminiscencias de las pasadas confrontaciones entre bloques, la geopolítica de la inteligencia artificial también es un asunto de mucho dinero.

“La Guerra Fría terminó”, proclamaba en 1988 un folleto publicitario para un curioso videojuego proveniente del otro lado de la cortina de hierro. En la parte de abajo de la tapa incluía una posdata: “... o casi”. Invitando a recoger el “desafío soviético”, el documento anunciaba: “mientras que las tensiones Este/Oeste apenas comienzan a apaciguarse, los soviéticos acaban de anotar un punto decisivo contra los estadounidenses”. Con un fondo rojo vivo, arriba de un dibujo del Kremlin rodeado de figuras geométricas, se desplegaba en grandes caracteres amarillos la palabra “Тетрис”, con el símbolo de la hoz y del martillo en lugar de la letra final. En alfabeto latino, daba “Tetris”.

El folleto, actualmente expuesto en el Museo Nacional de Historia Estadounidense de Washington, era obra de Spectrum HoloByte, el distribuidor del juego en Estados Unidos. Este fabricante de software de Silicon Valley, propiedad del barón de los medios de comunicación británico Robert Maxwell, ya había entendido que el tema de la Guerra Fría podía generar beneficios y supo explotar todos sus códigos –desde la música rusa tradicional hasta las imágenes de cosmonautas soviéticos– para hacer de Tetris un éxito fenomenal en el Estados Unidos de Ronald Reagan (1).

Desde entonces, el presidente de Spectrum HoloByte de esa época, Gilman Louie, se ha convertido en una figura central de lo que algunos en Washington llaman eufóricamente la “Guerra Fría 2.0”: la batalla en curso entre China y Estados Unidos por el control de la economía mundial. Ahora bien, el conflicto, que se extiende actualmente al frente tecnológico e incluso militar, ya no gira en torno a Tetris, sino a la inteligencia artificial.

La carrera de Louie es emblemática de una trayectoria a la estadounidense. A inicios de los años 1980, se hace un nombre en los juegos de simulación de vuelos, que se vuelven tan populares que la US Air Force pide conocerlo. Luego, una de sus empresas aparece en el radar de Robert Maxwell, quien la compra enseguida. Entre una cosa y la otra, a fines de los años 1990 Louie se encuentra a la cabeza de In-Q Tel, el fondo de capital-riesgo de la Central Intelligence Agency (CIA), una entidad sin fines de lucro que tiene como una de sus principales proezas haber apostado a la tecnología detrás de Google Earth. Y cuando la administración Trump comienza a lamentarse del retraso estadounidense en la carrera tecnológica respecto de China, resurge en el seno de la Comisión de Seguridad Nacional sobre la Inteligencia Artificial (NSCAI), una prestigiosa instancia consultiva presidida por Eric Schmidt, ex director general de Google.

En apenas unos años, Louie y Schmidt avanzan hacia una colaboración mucho más estrecha. El primero toma las riendas de un fondo apadrinado por el segundo, el America’s Frontier Fund (AFF), una estructura sin fines de lucro concebida sobre el modelo de In-Q-Tel y que se propone ayudar a Washington a “ganar la competencia tecnológica mundial del siglo XXI”. El AFF pretende encarnar la solución a una cantidad de otros problemas, ya que promete “redinamizar la industria, crear empleos, estimular las economías regionales y liberar el corazón de Estados Unidos”.

La creación del AFF es una respuesta a la creciente influencia de China en lo que se denomina las “tecnologías de ruptura” o de “vanguardia” como la inteligencia artificial o la informática cuántica. “No se construyen tecnologías de vanguardia en su garaje”, proclama el sitio de Internet del fondo, llevándole la contraria al preciado mito de Silicon Valley del genial emprendedor individual. Entre las novelas de Ayn Rand –vocera del capitalismo individualista (2)– y las subvenciones públicas, el AFF elige a las segundas.

Gritos de alarma

Es bastante divertido que Louie, después de haber usado la Guerra Fría 1.0 para publicitar Tetris, ahora use la Guerra Fría 2.0 para publicitar la inteligencia artificial. ¿A menos que esté utilizando la inteligencia artificial para promover la nueva Guerra Fría? En el Estados Unidos actual, estas dos operaciones retóricas son prácticamente imposibles de distinguir. La única cosa de la que podemos estar seguros es que toda esta publicidad se traducirá en plata contante y sonante.

Para adaptarse a la era de la inteligencia artificial, el eslogan de Tetris debería convertirse en “La nueva Guerra Fría llegó... o casi”; un mensaje grato a los oídos de muchos estadounidenses, desde las empresas de tecnología hasta los subcontratistas de la defensa, pasando por los think tanks belicistas.

Todo este discurso no debe ocultar la realidad de ciertas evoluciones ideológicas. Los recientes gritos de alarma respecto al retraso de Estados Unidos en la carrera de la inteligencia artificial parecen haber despertado a sus elites políticas, tranquilamente adormecidas en el país encantado del libre mercado. Escuchándolos, se podría creer que abandonaron los dogmas del consenso de Washington –incluso, a veces, que más bien decidieron unirse al consenso de Pekín–.

En un artículo co-firmado por Schmidt y publicado por Foreign Affairs (3) –la biblia del establishment de la política exterior estadounidense– descubrimos efectivamente un entusiasmo nuevo por la idea de un Estado fuerte capaz de estimular el desarrollo de la inteligencia artificial. A esto se suma una crítica de los errores políticos pasados: no contentos con denunciar una fascinación por la “globalización” que habría alejado durante demasiado tiempo a Estados Unidos de las “consideraciones estratégicas”, los autores atacan al sector del capital-riesgo por sus elecciones de corto plazo. La solución para permitirle a Washington alcanzar sus objetivos tecnológicos de largo plazo, afirman, cabe en unas pocas palabras: “subvenciones, préstamos garantizados por el Estado y compromisos de compra”. Va de suyo que los subsidios serían probablemente distribuidos a través de entidades como el AFF, que, contrariamente a las compañías de capital-riesgo convencionales, sabría otorgarlos con la mirada puesta en el futuro.

Por momentos, Schmidt está a un paso de hacer un llamado a una política industrial de gran alcance, pero no cruza el umbral ya que el término sigue teniendo “demasiada connotación”. El nuevo consenso de Washington por el momento se limita a reclamar un aumento de la ayuda pública para el sector privado, la principal justificación que se esgrime es el riesgo de que Estados Unidos pierda la próxima Guerra Fría.

Lo que fue erróneamente interpretado por algunos como el surgimiento del “pos liberalismo” en realidad presenta todos los atributos del keynesianismo militar de antaño, en el que el aumento de los presupuestos de defensa debía asegurar la victoria contra la Unión Soviética y garantizar la prosperidad económica de Estados Unidos.

Innegablemente, los vínculos entre el Pentágono y Silicon Valley se han reforzado. En primer lugar, el Departamento de Defensa creó un puesto de director de la tecnología digital y de la inteligencia artificial que le fue confiado a Craig Martell, antiguamente encargado del aprendizaje automático en Lyft, la plataforma de vehículos de transporte con conductor (VTC).

Presupuestos militares

Además, y digan lo que digan sus empleados, que cuestionan la moralidad de tales relaciones, las compañías de tecnología continúan teniendo un gran peso en el presupuesto de abastecimiento del ejército. Alphabet tal vez renunció a colaborar con el Pentágono en el proyecto Maven –un sistema de vigilancia que provocó protestas entre sus propios ingenieros–, pero eso no le impidió crear poco después Google Public Service, una entidad que, detrás de su inocente nombre, abastece al ejército con servicios informáticos en la nube (cloud).

No se trata de un ejemplo aislado. La expertise de Silicon Valley es indispensable para el establishment militar si pretende poner en marcha su visión de un sistema que integre al conjunto de datos transmitidos por los sensores de las diferentes fuerzas armadas. Analizadas con ayuda de la inteligencia artificial, estas informaciones luego permitirían elaborar una respuesta coordinada eficaz. A fines de 2022, el Pentágono les adjudicó a cuatro gigantes tecnológicos –Microsoft, Google, Oracle y Amazon– un jugoso contrato de 9.000 millones de dólares para desarrollar la infraestructura de este audaz proyecto (4).

Pero ya no estamos en tiempos de la primera Guerra Fría y es difícil saber en qué medida esta generosidad pública puede “gotear”, en el sentido keynesiano, hacia los ciudadanos comunes. En el sector de la inteligencia artificial, la mayor parte de los costos de mano de obra corresponde a los salarios de los ingenieros estrella –que no son millones sino algunos cientos– y a los innumerables subcontratados a bajo costo que trabajan para entrenar a los algoritmos. Estos últimos, en su mayor parte, ni siquiera están ubicados en Estados Unidos. Así, empresas keniatas le permiten a OpenAI evitar que Chat- GPT, su popular chatbot, ofrezca contenidos obscenos.

Las repercusiones económicas de la (...)

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Evgeny Morozov

Fundador y editor del portal The Syllabus (the-syllabus.com).

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