Antiguamente, se consideraba una virtud. Antes de obtener su ración, los indigentes tenían que sentir el oprobio de la mendicidad. Se los obligaba a abrirse paso a la fuerza frente a las obras de caridad, a esperar en el frío o bajo el ojo despectivo de quienes pasaban. Así, buscarían salir de su condición.
Nadie defiende ya esta “pedagogía de la vergüenza” (1) que conoció su hora de gloria en el siglo XIX. Los servicios sociales y las organizaciones caritativas pretenden actualmente restaurar la “autonomía”, la “dignidad” de los desposeídos gracias a almacenes sociales y supermercados solidarios que ofrecen una apariencia de libertad cuando proponen elegir entre algunos productos poco apetitosos. Hay aplicaciones incluso que conectan solicitantes y comerciantes a fin de “evitar a los estudiantes o trabajadores pobres la estigmatización y la vergüenza que sienten al ir a centros de ayuda alimentaria” –como ponderan dos investigadores que sueñan con lograr la efectivización de una ayuda “socialmente aceptable” (2)–.
Mientras tanto, la vergüenza sigue invadiendo a quienes recurren al sostén alimentario a tal punto que muchos prefieren renunciar a él. Vergüenza de ser asistido, de no poder alimentar a su propia familia, del qué dirán… En 2022, 7 millones de personas pudieron experimentar esa sensación en Francia. Eran 5,5 millones en 2018, una cifra que ya se había duplicado en diez años. Imaginada como un dispositivo de emergencia, la ayuda alimentaria se hizo común en los países occidentales bajo el efecto del desempleo, la austeridad, el Covid-19, y ahora la inflación. Cada crisis aporta su cuota de postulantes, sin que haya un descenso al nivel previo una vez pasada la tormenta.
Año tras año, los comentaristas se asombran al descubrir un “nuevo público” de “beneficiarios” –estudiantes precarizados, asalariados con un contrato de duración indeterminada, madres solteras, jubilados, quienes se suman a los habitués–. Cuando diferencian antiguos de nuevos pobres, (…)
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