El 21 de junio, la ONU celebró el noveno Día Internacional del Yoga. Esta disciplina tan popular cuyo objetivo es calmar el cuerpo y la mente se explota constantemente con fines comerciales para mejorar la productividad en las empresas. Con la paradoja de que muchos de sus practicantes son conscientes de los grandes desafíos que enfrenta el mundo.
Durante mucho tiempo, el yoga se consideró en el imaginario occidental una práctica esotérica propia de los hippies, pero ahora se ha abierto camino en nuestra vida cotidiana. Se enseña en centros especializados, se practica en gimnasios o en entornos más sorprendentes, como hospitales, escuelas, el ejército o las empresas. Preservar la salud, cultivar un pensamiento positivo, manejar el estrés, regular las emociones, desarrollar la resiliencia, liberar todo su potencial, conectar con el “verdadero yo”, ser más eficaz, más flexible, más creativo, más feliz, incluso sembrar la paz mundial: los beneficios que se atribuyen al yoga parecen no tener límites.
Hoy se enseña ampliamente como método de desarrollo personal. Pero con el barniz orientalista que le confieren su “autenticidad” y el prestigio asociado a una tradición lejana y milenaria, el yoga promete, según la periodista Marie Kock, “a todos aquellos vapuleados por el mundo moderno […] una salvación tan accesible como transformadora” (1). Esta promesa de transformación ha contribuido sin dudas a su espectacular crecimiento en los últimos años, con 7,6 millones de franceses que afirman practicar yoga con regularidad, es decir, una o dos veces al mes, según el Sindicato Nacional de Profesores de Yoga.
“El mundo sería mejor”
El yoga está por todas partes y todo lo puede. Amazon, por ejemplo, como parte de su programa WorkingWell (“Trabajar Bien”, pone a disposición de sus empleados de almacén cabinas bautizadas concienzudamente “AmaZen”, donde se recitan mantras, se medita, se elonga; todas prácticas diseñadas para “estimular a los empleados y recargar sus energías” (2). El jefe de una empresa de infusiones ayurvédicas decidió ofrecer clases de yoga al mediodía y confiesa: “Hacemos esta sesión de yoga y […] luego durante diez minutos hay una pequeña reunión improvisada, y como la gente está relajada, [...] puedo hacer uno o dos reclamos a un empleado, pero lo toman bien, se dice delante de todos, y me resulta mucho más agradable hacerlo en este espacio” (3). Una colega profesora de yoga relata lo mal que los trabajadores recibieron la sesión de yoga por iniciativa del departamento de recursos humanos tras el reciente suicidio de uno de sus compañeros. Pero también hay entusiastas del yoga que suspiran e imaginan que “el mundo sería mucho mejor si todo el mundo practicara yoga” y eligen ignorar que el yoga ha fascinado a pensadores antimodernos como el filósofo italiano Julius Evola, o que su práctica no impide al primer ministro india Narendra Modi defender ideas de extrema derecha.
De hecho, no hay ninguna promesa de una vida mejor en los textos antiguos a los que todavía se refiere el yoga contemporáneo. Las prácticas premodernas –pues existen muchas formas del yoga– surgen en el subcontinente indio en el primer milenio a.C. Se basaban en la renuncia y el ascetismo. El objetivo de la disciplina era evitar el renacimiento, liberarse del ciclo de la reencarnación, de la noción que describe la noción india de samsara. Su versión contemporánea, en cambio, aboga por una suerte de optimización del yo: se trata de mejorar la existencia aquí en la tierra convirtiéndose en una “mejor versión de sí”. ¿Cómo se explica semejante transformación? En su historia occidental, se ha considerado que el yoga –y la cultura india en general– ofrece una alternativa a una modernidad vista como árida y alienante. Desde su primera globalización a fines del siglo XIX, ha cristalizado las fantasías de orientalistas, teósofos, (…)
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