¿Quién lo recuerda? Antaño el frijol fue una ofrenda a los antiguos ancestros de los mexicanos del Dios Quetzalcóatl, la mítica serpiente emplumada. Lo cual vuelve exóticos a nuestras judías, alubias del Norte, cocos de Paimpol, alubias blancas y otros porotos. Las apelaciones regionales tienden a hacernos olvidar que componen las distintas variedades de semillas de una misma liana tropical. Los lectores de Jack y las habichuelas mágicas lo saben; así como los jardineros a quienes la idea de plantas “inmóviles” divierte en alto grado. Phaseolus vulgaris, el “frijol común” (1) es una enredadera: su tallo, demasiado débil para trepar por sí solo, debe encontrar un soporte alrededor del cual enrollarse en hélice para alcanzar la luz, siempre en sentido contrario a las agujas de un reloj. Tal vez los romanos habrían visto allí un mal presagio, pero nunca conocieron al frijol, como tampoco lo hizo ningún europeo antes de Cristóbal Colón. Así como no conocían al maíz ni a la calabaza, otras ofrendas de la serpiente emplumada, deseosa de ayudar a los humanos a alimentarse. Durante mucho tiempo, Quetzalcóatl buscó lo que podría adecuarse a sus necesidades. En su búsqueda, observó una hormiga roja que llevaba un grano de maíz. La acompañó hasta una montaña, en la que desapareció por una fisura, se transformó en hormiga negra para seguirla y, allí, descubrió un inmenso tesoro de variadas semillas. Recolectarlas no fue sencillo, pero Quetzalcóatl lo logró. Y desde ese día los mexicanos comen frijoles.
Frijoles y calabazas
En realidad, cuando se produjeron estos acontecimientos –o se habrían producido– en México no había ni aztecas ni mayas. Simplemente sospechamos que la benevolencia divina no eximió a los primeros cultivadores de América Central de la larga labor de domesticación de la naturaleza y, sobre todo, de las plantas. El maíz no fue suministrado ya listo para su uso: los ancestros de los mexicanos debieron domesticar los teosintes salvajes, gramíneas cuyas débiles pequeñas espigas se desgranaban en su madurez. Fueron necesarios milenios de selección para llegar a las generosas espigas de maíz que conocemos y mucha paciencia para transformar una liana con vainas fibrosas en frijoles, y luego comprender el valor excepcional del trío que estas dos plantas formaban con la calabaza. Quetzalcóatl estaba en lo correcto: el frijol es una leguminosa, es decir una planta capaz de fijar el nitrógeno, elemento esencial para la síntesis de los aminoácidos (2). Una combinación perfecta: el frijol enriquece la tierra, los tallos de maíz sirven de tutor para la liana, las hojas de calabaza cubren el suelo y así conservan su humedad y lo protegen de la erosión. Además de constituir un pequeño ecosistema, los tres vegetales brindan un régimen equilibrado a los humanos. El frijol contiene los dos únicos aminoácidos esenciales que le faltan al maíz. Esta trinidad excepcional forma la milpa, palabra náhuatl que significa “lo que está sembrado en los campos”, y que se extendió progresivamente por toda América. Permitió a los primeros cultivadores de las tierras cálidas del Sur comer a voluntad.
Hacia 1200 antes de nuestra era, una tribu nómade de cazadores-recolectores proveniente de las tierras áridas del Norte se mezcló con estos campesinos e hizo de la milpa la base nutritiva de su pirámide social. De esta asociación forzada pronto surgirá la primera civilización de América Central, la de los olmecas. Y, recién allí, comenzó la Historia. En gran parte se nos escapa. Diecisiete cabezas olmecas monumentales de piedra atravesaron el tiempo. Sus misteriosos rostros de bebés con rasgos asiáticos simbolizan una cultura desconocida. Sin embargo, los olmecas también construyeron las primeras pirámides, tallaron las primeras estelas, adoraron a los primeros dioses, ejecutaron los primeros sacrificios humanos y tal vez establecieron las bases de la escritura maya, antes de que su cultura desaparezca, algunos siglos antes de nuestra era, debido a razones desconocidas. El foco de civilización de América Central, por su parte, no se apagaría más. Al menos hasta la llegada de los conquistadores.
En cada llanura, cada valle, cada meseta, durante dos mil años surgieron ciudades, se desarrollaron, se enfrentaron o desaparecieron. Hacia 650 para la ciudad-Estado de Teotihuacán o la de Monte Albán, el centro de la cultura Zapoteca; hacia 900 para la red de ciudades mayas (3). Por acá obras interrumpidas o grafitis dibujados en las paredes de los palacios. Por allá rastros de incendio, de revueltas, la masacre de una familia real. En otros lados nada, sólo el abandono. Civilización sofisticada, sociedad de castas, dirigentes privilegiados, ciudades demasiado grandes, rivalidades, construcciones de pirámides demasiado altas, el conjunto se basaba en el trabajo de campesinos forzados a una agricultura cada vez más intensiva en un entorno frágil. El cultivo de la milpa por medio de la quema forestal implica un largo ciclo de regeneración de los suelos. Si se la intensifica para alimentar ciudades de decenas o cientos de miles de habitantes, el bosque desparece, los suelos se agotan y a largo plazo, el sistema se desploma. Sin dudas siguieron hambrunas y revueltas. Tal vez el golpe de gracia haya sido dado por oleadas de sequías. Los citadinos regresaron a la naturaleza. Volvieron a encontrar una organización de tamaño humano y pudieron, nuevamente, (…)
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