Hace treinta años, muchos expertos occidentales afirmaban que la historia había llegado a su fin y que el enfrentamiento entre grandes potencias era cosa del pasado. Esta ilusión no resistió la prueba del tiempo. Hoy, dos conflictos entre grandes potencias amenazan con derivar en una guerra abierta: Estados Unidos contra Rusia en Europa del Este por Ucrania, y Estados Unidos contra China en Asia Oriental por Taiwán.
Los cambios producidos en la política internacional en los últimos años han supuesto un deterioro de la posición de Occidente. ¿Qué ha ocurrido? ¿Hacia dónde nos dirigimos? Responder a estas preguntas requiere de una teoría de las relaciones internacionales que dé sentido a un mundo caótico e incierto, un marco general que explique por qué los Estados actúan como lo hacen.
La teoría llamada del “realismo” es la mejor herramienta disponible para entender la política internacional. ¿Cuáles son sus postulados? Los Estados coexisten en un mundo sin una autoridad suprema capaz de protegerlos a unos de otros. Esta situación los obliga a prestar mucha atención a los cambios en las relaciones de fuerza, porque la más mínima debilidad puede hacerlos vulnerables. Competir en el tablero del poder no les impide, sin embargo, cooperar cuando sus intereses son compatibles. En general, sin embargo, las relaciones entre Estados –y más concretamente entre grandes potencias– están sujetas fundamentalmente al principio de competencia. En la teoría del realismo, la guerra no es más que otro instrumento de gobernanza que los Estados utilizan para consolidar su posición estratégica. Esto explica la famosa fórmula de Clausewitz según la cual la guerra no es más que la continuación de la política por otros medios.
El realismo no goza de buena prensa en Occidente, donde la guerra se percibe generalmente como un último recurso justificable únicamente en caso de legítima defensa, lo que corresponde también a la Carta de las Naciones Unidas. La teoría realista es tanto más reprochable cuanto que se basa en un axioma pesimista: la idea de que la competencia entre grandes potencias es un hecho intangible, una ley de la existencia inexorablemente condenada a producir tragedias. En otras palabras, todos los Estados –democráticos o autoritarios– obedecen a la misma lógica. En Occidente, la opinión dominante sostiene que la propensión a la competencia depende de la naturaleza del régimen. Las democracias liberales tienden por naturaleza a mantener la paz, mientras que los regímenes autoritarios serían los principales perpetradores de guerras.
Por eso no debe sorprender que la teoría liberal, concebida en oposición al realismo, sea mejor vista en Occidente. Sin embargo, es difícil negar que Estados Unidos ha actuado casi siempre bajo los dictados del realismo, aunque ello implique revestir sus acciones de una retórica más moral. A lo largo de la Guerra Fría, apoyó sistemáticamente a autócratas sin escrúpulos, como Chiang Kai-shek en China, Mohammad Reza Pahlevi en Irán, Syngman Rhee en Corea del Sur, Mobutu Sese Seko en Zaire, Anastasio Somoza en Nicaragua y Augusto Pinochet en Chile, por citar solo algunos.
No obstante, esta política tuvo un paréntesis notable: el del “momento unipolar” de 1991 a 2017, cuando los gobiernos estadounidenses, tanto demócratas como republicanos, abandonaron el realismo geopolítico para intentar imponer un orden mundial basado en los valores de la democracia liberal –Estado de Derecho, economía de mercado y derechos humanos, bajo la benevolente autoridad de Washington–. Esta estrategia de la “hegemonía liberal” fracasó estrepitosamente y jugó un rol importante en el surgimiento del mundo convulso que conocemos hoy. Si en 1989, al final de la Guerra Fría, los gobernantes estadounidenses hubieran optado por una política exterior realista, sin duda nuestro planeta sería hoy un lugar considerablemente menos peligroso.
La naturaleza humana
El realismo puede expresarse de varias maneras. Según la teoría llamada “clásica”, propuesta por el abogado estadounidense Hans Morgenthau, el deseo de poder es inherente a la naturaleza humana. Los dirigentes, decía, están movidos por un animus dominandi, un impulso innato de dominar a sus prójimos. Cada cual puede formarse su propia teoría al respecto. En mi teoría, la fuerza motriz de la competencia entre Estados reside sobre todo en la propia estructura o arquitectura del sistema internacional. Es esta la que motiva a los Estados –y más aun a las grandes potencias– a entablar una competencia feroz. En este sentido, son prisioneros de una jaula de hierro.
Ante todo, es importante recordar que las grandes potencias operan dentro de un sistema en donde no hay ningún protector al que recurrir en caso de amenaza de un Estado rival. Así pues, cada cual tiene que cuidar de sí mismo en un mundo regido por la autodefensa. Esta limitación se hace aun más onerosa por otros dos aspectos del sistema internacional. Todas las grandes potencias disponen de enormes capacidades militares ofensivas, aunque algunas más que otras, lo que significa que pueden causar daños considerables a un Estado determinado. Además, resulta difícil, si no imposible, asegurar que persiguen intenciones pacíficas, ya que las intenciones, a diferencia de las capacidades militares, están anidadas en la mente de los líderes y nunca pueden descifrarse por completo. Anticipar lo que un Estado concreto hará en el futuro es aun más arriesgado, porque nadie puede predecir quién estará al mando ni cuáles serán sus intenciones si las circunstancias cambian.
Los Estados que operan en un universo en donde solamente pueden confiar en sí mismos y corren el riesgo de enfrentarse a un rival poderoso y hostil indefectiblemente tendrán miedo los unos de los otros, aunque la intensidad de su temor varíe de un caso a otro. En un mundo tan peligroso, la mejor manera de que un Estado racional sobreviva es asegurarse de que no es débil. La experiencia de China durante su “siglo de humillación nacional”, de 1839 a 1949, demostró que los Estados más poderosos tienden a aprovecharse de la debilidad de los demás. En la escena internacional es mejor ser Godzilla que Bambi.
La Unión Europea parece ser la excepción a la regla, pero solamente en apariencia. Nació bajo la protección del paraguas estadounidense, que hizo imposible el conflicto militar entre los Estados miembro, liberándolos así del temor que se inspiraban mutuamente. Esto explica en parte por qué los líderes europeos de todos los bandos temen que Estados Unidos dé la espalda a su continente para centrarse más en Asia.
En suma, la política de las grandes potencias se caracteriza por una competencia incesante en materia de seguridad, en la que cada Estado trata no solamente de ganar en influencia relativa, sino también de impedir que el equilibrio de poder se incline en su contra. Este objetivo, conocido como “equilibrio” (balancing), puede lograrse aumentando su poder o formando una alianza con otros Estados que se vean igualmente amenazados. En un mundo realista, el poder de un país se mide esencialmente en función de sus capacidades militares, que dependen de una economía avanzada y de una población numerosa.
Para un Estado que aspire a desempeñar un rol de gran potencia, la situación ideal es, ante todo, ser una potencia regional, es decir, dominar la parte del globo de la que forma parte, asegurándose de que ninguna otra potencia, ya sea mediana o grande, le dispute este dominio. Estados Unidos ilustra perfectamente esta lógica. Durante los siglos XVIII y XIX, trabajó asiduamente para establecer su hegemonía sobre el hemisferio occidental. En el siglo que siguió, se aseguró de impedir que los imperios germánico y japonés, y más tarde la Alemania nazi y la Unión Soviética, se establecieran como las únicas potencias regionales en Asia y Europa.
Las alianzas
El objetivo primordial de cualquier Estado es la supervivencia, porque si un Estado no sobrevive no puede perseguir ningún otro objetivo. La producción de riqueza o la difusión de una ideología pueden parecer prioritarias, pero solamente a condición de que estos objetivos no minen sus posibilidades de supervivencia. Del mismo modo, las grandes potencias pueden cooperar si comparten intereses comunes y si su alianza no debilita sus respectivas posiciones en el equilibrio de poder. Durante la Guerra Fría, por ejemplo, Estados Unidos, la Unión Soviética y el Reino Unido cooperaron firmando el Tratado sobre la No Proliferación de las Armas Nucleares (TNP, 1963), a pesar de que las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética eran intrínsecamente conflictivas. Y en vísperas de la Primera Guerra Mundial, las grandes potencias europeas estaban vinculadas entre sí por poderosos intereses económicos, al tiempo que se entregaban a una feroz competencia en materia de seguridad que acabó pesando más que la cooperación económica y las llevó a la guerra. Los acuerdos entre grandes potencias siempre se forjan a la sombra de una rivalidad por su seguridad.
Los críticos de la escuela realista de geopolítica suelen acusarla de desdeñar las instituciones internacionales, piedra angular de un orden mundial (…)
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