Vivió como un epicúreo; se dio la muerte como un estoico, el cañón del arma apuntando su boca. Ese 11 de septiembre de 1973, el buen vividor Allende tuvo un final a la romana. No estaba previsto que entraría en la leyenda y permanecería en las memorias. Había dos hombres dentro de él y, desde fuera, hasta ese entonces, yo mismo al igual que los demás, solo habíamos visto uno solo: un radical-socialista de buen humor, confiado en la muñeca, aficionado al pisco, a la buena comida, a las bromas y a las mujeres hermosas. Porque Allende tenía sentido del humor, cosa rara en la izquierda, donde la seriedad es tradición, y no posaba al héroe que sería un día. No llevaba ni barba ni boina, el compañero presidente. Unos gruesos lentes de carey, un bigotito bonachón, la voz burlona y cálida, simpático, fraternal e incluso masón, como Pinochet, por lo demás. Tenía todo lo necesario, diría yo, para alejar las sombras fatídicas; y para engañar a su mundo.
Tras salir de la cárcel en Bolivia, durante semanas fui su invitado, de Neruda también, en su casa de Isla Negra, y todavía me arrepiento de mi tono pretencioso de sabelotodo marxista-leninista al conversar con el presidente de Chile ante la cámara de Miguel Littin. Él, el “reformista”; yo, el “revolucionario”. Un cliché. Un juego de roles. Los códigos de la época. Mi única excusa: casi cuatro años de aislamiento en una celda, más que suficientes para exaltarse y soñar, estúpidamente, con castillos en el aire.
El Chile de entonces, es cierto, eufórico y de playas (aunque el Pacífico es muy frío) escondía bien su juego. La Unidad Popular no era nada punitiva ni puritana. Optimista. No estaba concebida para el odio ni para la agresividad, pasión negra y viscosa y lejos estaba el suicidio del presidente Balmaceda, en el siglo anterior. Los cacerolazos de los barrios ricos no llevaban a desdeñar las ostras, los maravillosos erizos y el sabroso vino blanco. Además de las criaturas amables, un Congreso muy activo, (…)
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