La historia no está jamás saciada, no deja de llamar a lo que pereció inacabado. Es sin duda esto lo que le da a nuestra relación con el pasado ese toque especial. La historia convoca lo inacabado como la señal de la más grande injusticia, la más insoportable, frente a la cual no queremos sacar conclusiones, sino, en los más lúcidos, una cierta rabia. Es el tiempo de los espectros, un tiempo mezclado con un tiempo detrás de su tiempo donde se forma una presencia en miles de sensaciones que comienzan a moverse como las hojas sacudidas por el viento de los recuerdos: es el tiempo de los fantasmas. (Charles Péguy)
Atardecer, estrecha terraza de un departamento en el barrio La Chapelle. La copa de los árboles y sus ramas densas se mecen con el viento y dibujan siluetas sobre el largo muro azul mexicano. Alrededor de una mesa, cuatro amigas, viejas miristas franco-chilenas, unidas, herida con herida, fragilidad con fragilidad, alegría con alegría, retomamos la conversación allí donde se había interrumpido, desafiando distancias y silencios. En el flujo de resplandores del ayer que aclaran la noche, el músculo de la memoria activado por la confianza, al compartir dudas y preguntas, vamos interrogando vivencias, pensamientos de nuestra juventud. Es agosto de 2023, se van a cumplir 50 años del golpe civilmilitar, y el afecto nos sostiene para extraer luz de la oscuridad, para excavar en el pasado, para enhebrar el hilo de nuestras memorias.
Inevitablemente es el presente que despierta la memoria, una memoria involuntaria, entramado de actos y emociones, y son las urgencias políticas actuales las que conducen a la historia. Paradójicamente, la llamada “crisis de lo político”, que enmarca la emergencia de las nuevas derechas, parece confirmar, de forma cruda e inquietante, esta notoria carencia de historicidad.
La historia, por el contrario, se sufre, se experimenta con orgullo, un orgullo absurdo que es también invencible. Entonces, aquí y allá, hoy y mañana, convencidas de que la agonía de nuestros mártires durará hasta el fin de los días, escuchamos el murmullo de sus vidas. Columnas de caminantes, una procesión sin fin que nos acompaña, ángeles guardianes, ángeles de la barricada. La fidelidad a la rabia ante el horror de la masacre es un aliciente vital, nada tiene que ver con la venganza, es un sentimiento que pone en movimiento, agudiza el deseo de descifrar, pensar el mundo de hoy a la luz de la historia.
Ser testigo, haber tenido el privilegio de conocer a Salvador Allende, de trabajar en La Moneda junto a Beatriz, su hija, mi amiga, no es suficiente. Es necesario también estudiar y retomar los documentos para comenzar a reconstruir bosquejos de recuerdos personales que se convierten en trazos firmes para esculpir al hombre político.
El ícono Allende, su rostro enmarcado por espesos anteojos, circula en afiches y banderas. Pero a menudo es un relato mítico, el del héroe sacrificado, el del hombre solo: poco contenido, ninguna referencia, nada sobre la manera de una estrategia política capaz de resistir al modelo dominante de ayer, y de hoy. Nada sobre la marea de hombres y mujeres que hicieron posible esa experiencia, sobre la constelación de mujeres que lo acompañaban cada día, sobre el pueblo y las organizaciones con los que dialogó, escuchando, sintiendo. Una correa de transmisión infinita. Y sin embargo, la conciencia de ese pasado nos permitiría atravesar lo incierto e inventar un futuro consciente. La batalla por la memoria entre vencedores y vencidos no tiene síntesis ni reconciliación y es para siempre. Pero, ¿con qué palabras, de qué manera entrar firmes en la ruda disputa?
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Chile, hace 50 años. Otro mundo, otro tiempo. Salvador Allende, ese samurái chileno, apasionado por la idea de trasmitir y de educar, se propuso obstinadamente instalar el socialismo por la vía legal, respetando las instituciones políticas democráticas, la “vía chilena hacia el socialismo”. Obró a lo largo de su vida política por la unidad de la izquierda socialista, cristiana, con los comunistas. Esta postura tenaz no le impidió saludar la victoria de la Revolución cubana ni ir al encuentro de Che Guevara.
Dos rostros para un mismo hombre: el socialista marxista y el socialdemócrata, el (…)
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