Los mil días del Gobierno Popular fueron duros, intensos, sufridos y dichosos. Dormíamos poco. Vivíamos en todas partes y en ninguna. Tuvimos problemas serios y buscamos soluciones. Esos mil días pueden ser acompañados de cualquier adjetivo, pero si hay una gran verdad es que, para todos aquellos y aquellas que tuvimos el honor de ser militantes del proceso revolucionario chileno, fueron días felices, y esa felicidad es y será siempre nuestra, permanece y permanecerá inalterable.
Queridas compañeras, queridos compañeros. ¿Quién de nosotros puede olvidar la sonrisa de los hermanos Weibel, de Carlos Lorca, de Miguel Enríquez, de Bautista von Schowen, de Isidoro Carrillo, de La Payita, de Pepe Carrasco, de Lumi Videla, de Dago Pérez, de Sergio Leiva, de Arnoldo Camú, de todas y todos los que hoy, treinta años más tarde no están con nosotros pero viven en nosotros?
Cada una y cada uno tiene en su memoria un particular álbum de recuerdos felices de aquellos días en que lo dimos todo, y nos parecía que dábamos muy poco, porque teníamos grabados sobre la piel los versos del poeta cubano Fayad Jamis: por esta revolución habrá que darlo todo, habrá que darlo todo, y nunca será suficiente. Hubo quienes desde el cómodo y cobarde escepticismo disfrutaron de un tiempo muerto al que llamaron juventud. Nosotros sí que tuvimos juventud, y fue vital, rebelde, inconformista, incandescente, porque ella se forjó en los trabajos voluntarios, en las frías noches de acción y propaganda. No hubo besos de amor más fogosos que aquellos que se dieron en el fragor de las brigadas muralistas. El que besó a una muchacha de la brigada Ramona Parra o Elmo Catalán, besó el cielo y no hubo sable capaz de quitar ese sabor de los labios.
Otros, desde la atroz cobardía de los que criticaron sin aportar nada, sin quemarse, sin jugarse, sin conocer el magnífico sentimiento de hacer lo justo y en el momento justo, en sus mansiones sin gloria, comiendo con la platería que heredaron de los encomenderos y bebiendo puro sudor de obreros, advertían que estábamos cometiendo excesos. Claro que cometimos errores. Éramos autodidactas en la gran tarea de transformar la sociedad chilena. Metimos la pata muchas veces, pero jamás metimos la mano en los bienes del pueblo. Otros conspiraban, nosotros alfabetizábamos. Otros se aferraban con furia homicida a sus bienes mal habidos porque la propiedad de la tierra siempre viene del robo, nosotros permitimos que los parias de la tierra mirasen por primera vez a los ojos del patrón y le dijeran: “grandísimo hijo de puta, me has explotado, y a mis padres y a mis abuelos, pero a mis hijos y a los hijos de mis hijos no los vas a explotar”. Y esas palabras son parte de nuestro legado feliz, de nuestra memoria feliz.
Fumábamos marihuana de Los Andes mezclada con el tabaco dulzón de los Baracoas. Escuchábamos al Quilapayún y a Janis Joplin, cantábamos con Víctor Jara, los Inti Illimani y The Mamas and the Papas. Bailábamos con Héctor Pavez, Margot Loyola y los cuatro muchachos de Liverpool hicieron suspirar nuestros corazones. Usamos pantalones pata de elefante y nuestras chicas minifaldas que excitaron a dios y al diablo. Y tuvimos modales propios porque una sola palabra bastaba para (…)
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