Tras las elecciones legislativas del pasado mes de julio que no le otorgaron la mayoría a ninguna formación, los socialistas esperaban probar suerte ante la hipótesis del fracaso del jefe de los conservadores españoles, Alberto Núñez Feijóo, en ser investido por el Parlamento. Una ambición que depende del apoyo de partidos preocupados por la explosiva cuestión identitaria. ¿A qué precio?
Las negociaciones políticas que se entablaron tras las elecciones generales españolas del 23 de julio de 2023 (que no otorgaron la mayoría a ningún partido) parecen haber dividido al país en dos bloques. Por un lado, los conservadores y la extrema derecha, respectivamente liderados por el Partido Popular (PP) y Vox (1), ambos caracterizados por la defensa de una concepción centralizadora del poder y una forma de nacionalismo “unitario”: la idea de que España estaría constituida por una nación única e indivisible.
Por el otro, un bloque nacido de una alianza entre los partidos que representan a la izquierda en sentido amplio y otra forma de nacionalismo: un nacionalismo “periférico”, proveniente de algunas de las comunidades autónomas del país (Cataluña, el País Vasco, Navarra, etc.), y según el cual España estaría compuesta de diferentes naciones, distintas a nivel lingüístico y cultural. Así, con la esperanza de formar gobierno, los dirigentes del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y de la coalición SUMAR (2) se acercaron a partidos que reivindican la plurinacionalidad española e incluso la secesión. El 19 de agosto de 2023, Íñigo Errejón, uno de los fundadores de Podemos, proclamaba en X (antes Twitter): “Es un error pensar que la agenda social y la agenda plurinacional compiten. Por historia, por compartir el mismo adversario, por acumulación de fuerzas y por razones democráticas, sólo caminan juntas. Y en eso estamos”. ¿Pero el horizonte progresista y el de los nacionalismos realmente se superponen?
Herencia franquista
Para algunos, no hay dudas al respecto. En España, tal vez en mayor medida que en otros lugares, la idea de unidad nacional tiene mala prensa en la izquierda. Esto se explica en gran parte por el lastre de la dictadura franquista (1936-1975) que promovía la idea de una “esencia” española católica, conservadora y milenaria: “Queremos un Estado donde la pura tradición y substancia de aquel pasado ideal español se encuadre en las formas nuevas, vigorosas y heroicas”, proclamaba el dictador Francisco Franco en un discurso pronunciado el 1º de junio de 1936. Así, el rechazo de la idea de unidad nacional equivaldría a oponerse al franquismo y a sus herederos del bloque conservador. Por el contrario, defender la plurinacionalidad y los particularismos locales sería una demostración de fidelidad a la tradición progresista.
¿Pero es realmente necesario resignarse a que el punto de vista franquista de la nación española asimile toda defensa de la unidad territorial a un registro reaccionario? ¿Acaso el razonamiento que conduce a asimilar la idea de España a Franco no equivaldría a aquel que invitaría a asociar la idea de República al dictador chileno Augusto Pinochet, quien se revistió del título “Presidente de la República” de 1974 a 1990? De manera simétrica, si bien no hay duda de que la comunidad puede representar una forma de protección contra un gobierno opresor, ¿estamos seguros de que todo proyecto de consolidación identitaria regional sea un vector de progreso social? En 2007, fue la oligarquía boliviana de la región oriental, llamada la Media Luna, quien buscaba hacer secesión de un país del que no aceptaba que estuviera gobernado por un hombre de izquierda y encima indígena: Evo Morales (3).
Según sus partidarios, los puentes recientemente tendidos entre la izquierda y las agrupaciones que reivindican la defensa de identidades nacionales también se justificarían por la urgencia electoral: “Cuando sobre el trigo hiela, tonto quien se queja es”, escribía Aragon en 1943. Sin unión con fuerzas que estén más allá del arco de la izquierda, no existe ninguna posibilidad de ver a los progresistas formar gobierno en España, ya que el PSOE y SUMAR sólo disponen respectivamente de 121 y 31 escaños en el Parlamento, lejos de los 176 necesarios para alcanzar la mayoría. A priori no se puede vencer a la aritmética. Pero sería bueno que el precio a pagar para que una coalición semejante sea viable no sea, precisamente, el de enterrar, en nombre de la (…)
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