En el último tiempo abunda una acusación cruzada en el debate político: de uno y otro lado se denuncia la pretensión de superioridad moral del adversario. Este fenómeno se viene estudiando hace algunos años desde la politología y se entiende como la creencia de que los propios estándares morales son superiores a los de los demás. Ello puede llevar al sentimiento de ser incuestionable y puede resultar en una tendencia a juzgar a los demás con una implacable dureza. Autores estadounidensas utilizan la expresión self-righteous moralism, que se podría traducir como moralismo autojustificativo, y lo refieren a un sentimiento engreído, derivado de la percepción de que las propias creencias, acciones o afiliaciones tienen mayor valor que las de una persona promedio.
Desde la derecha se acusa a la izquierda de moralizar la política, que debería ser técnica y neutral, olvidando que un sector del partido Republicano fue el que introdujo la noción de “mayoría moral” en los años ochenta con el fin de promover valores religiosos y familiares tradicionales, neoliberales en economía y neoconservadores en política. Por otra parte, hoy también se asocia la superioridad moral a la llamada “cultura de la cancelación”, que acude a formas de punitivismo social para imponer un lenguaje que se atenga a las sensibilidades políticamente correctas.
¿Es posible, en una sociedad, políticamente plural y valóricamente diversa, apelar a la superioridad moral? Vale la pena aclarar el punto. Por un lado, el moralismo político se relaciona a formas de narcisismo e hipocresía que llevan a la intolerancia, la intransigencia dogmática. Sentirse moralmente superior genera una sensación placentera, de autocomplacencia. Desbocada, esta emoción puede ser un germen de violencia. A la vez, el moralismo político es ineficaz, como todo intento de erradicar la corrupción por decreto sin atender a la vez a sus causas culturales y estructurales.
Por otra parte, la política no puede renunciar a los argumentos morales que favorezcan un determinado ordenamiento social; de ahí su inevitable eticidad. Si no lo hace se desfonda, ya que no es posible decidir tecnocráticamente en casos donde existe conflicto sobre los fines últimos. El momento decisional de la política tiene siempre un componente moral. Proponer ideas políticas diferentes implica el cuestionamiento a los argumentos morales del adversario, pero no su desacreditación por tacticismo o razones meramente estratégicas.
¿Existen valores superiores?
No existe ningún sector, tendencia, grupo, partido, iglesia o institución que pueda apelar a una condición que le atribuya a priori una moralidad superior o de mayor respetabilidad ética a sus miembros. Esto vale también para quienes ejercen circunstancialmente roles de guía u orientación de la opinión pública. Incluso quienes pueden ser vistos en el presente como modelos de conducta y merecedores de respetabilidad social estarán siempre expuestos al error y a la inconsistencia en el futuro. Nadie puede garantizar su propia infalibilidad moral ni predecir la evolución de la conducta de nadie. Con justa razón en los relatos de la tradición homérica a los héroes nunca se les califica durante su vida y sólo se les valora en el momento (…)
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