El mismo día del golpe, Pinochet hizo el primer chiste macabro bajo dictadura. Lo hizo refiriéndose al presidente Allende, que resistía en La Moneda: “Se mantiene el ofrecimiento de sacarlo del país… y el avión se cae, viejo, cuando vaya volando”. Provocó risas entre los cómplices. Quedaron grabadas. Los prisioneros del Estadio Nacional escucharon algo parecido cuando fueron trasladados en avión a Chacabuco: “asegúrense bien los cinturones porque así, cuando se caiga el avión, o los botemos, los cadáveres queden ordenaditos”.
El escarnio, la burla sádica, era parte de la tortura. La risa misma torturaba. Los mismos nombres de los castigos tenían un trasfondo de humor macabro. La “parrilla” -especie de catre metálico electrificado- se le llamaba así porque surge de la siniestra comparación de las personas torturadas con la carne para el asador. Uno de los castigos más frecuentes consistía en golpes simultáneos en ambos oídos: se le llamaba “el teléfono”; y “el submarino” a la tortura con agua. Al perro adiestrado para las vejaciones sexuales, su entrenadora -Ingrid Olderock- lo llamó “Volodia” riéndose al mismo tiempo de la víctima y del dirigente comunista. Los lugares de tortura también se denominaban sarcásticamente, “la venda sexy” aludiendo a las violaciones que se cometían ahí.
Un ex agente de la DINA confesó que “a las personas que desaparecían les colgaban un escapulario en el cuello y luego las lanzaban al mar...” La metáfora del “escapulario” representaba un peso que amarraban al cuello de la persona para que no flotara. A la Villa Grimaldi le llamaban “el palacio de la risa”. A la comitiva que para los familiares de las víctimas era “la caravana de la muerte”, para los militares -según Manuel Contreras Valdebenito, hijo del jefe de la DINA- fue “la caravana del buen humor”. En el sur de Chile, en Punta Arenas, existía el “palacio de las sonrisas”, el edificio de inteligencia en la ciudad, centro de torturas”.
Las personas prisioneras fueron víctimas de un humor sádico y macabro. Sufrieron ese humor de callejón oscuro, de burla a mansalva. No faltaban excusas para la risa boba, la ridiculización. Sistemáticos fueron, por ejemplo, los simulacros de fusilamiento que aterrorizaban a la víctima y a quienes escuchaban la supuesta ejecución. Después, la risa de los fusileros. En la tribuna del Estadio Nacional algunos prisioneros fueron obligados a cantar y a contar chistes. Las risotadas de los torturadores quedaron como una pesadilla en el alma de sus víctimas, como lo recuerda la actriz Gloria Laso en su testimonio “La carcajada de Romo”. En el escarnio se imponía la burla del vencedor, que gozaba del sometimiento de la víctima y de la ostentación de su impunidad. El torturador se reía de sus ocurrencias. El (…)
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