La “pax americana” está llegando a su fin y deja al mundo en un gran desorden. Durante tres décadas, Estados Unidos, seguido por sus aliados, ha creído que puede remodelar el mundo a su imagen y semejanza, mediante su influencia, creyéndose un ejemplo, mediante la regulación, presentándose como fuente del derecho y, cada vez más, a través de la fuerza, sabiéndose el más poderoso. Al hacerlo, han perdido de vista sus propias promesas y han provocado reacciones violentas en todo el mundo cuyo precio pagamos todos (1).
Ahora no es el momento de mirar atrás, sino de aprender las lecciones del pasado y de mirar hacia delante, hacia el mundo que está llegando, atrapado en una mecánica infernal, un engranaje de la guerra global constituido por tres procesos paralelos.
Un mundo fragmentado
Primero, la fragmentación del mundo.
Es sobre todo el resultado de una desregulación de la fuerza sin precedentes. El consenso de 1945 que fundaba un orden internacional al servicio de la resolución pacífica de las crisis, buscado en aras de la desescalada durante la Guerra Fría y luego como “policía mundial” por la hiperpotencia estadounidense, se ha desmoronado. Por un lado, porque las potencias occidentales garantes de este orden se liberaron de sus propias reglas, actuando fuera del marco legal internacional, en Kosovo en 1999, en Irak en 2003 (2), sin salvaguardias, como en Libia en 2011, y sin ninguna perspectiva política, como en el Sahel desde 2013. Por otro lado, hay una pulverización del Estado de derecho que es obra de potencias como Rusia y China, insatisfechas con el orden de 1945, que les dejaba demasiado poco lugar, y que les parece que justifica un uso más libre de las amenazas y la fuerza.
La fragmentación nace también de una aceleración de las crisis que vuelve al mundo más explosivo que nunca tras el reguero de pólvora de las guerras civiles surgidas de las “primaveras árabes” de 2011 en Libia, Siria y Yemen. Todos los conflictos congelados de los años noventa parecen calientes al rojo vivo: guerra en Ucrania desde 2014 y todavía más en 2022, doble guerra de Nagorno- Karabaj entre Azerbaiyán y Armenia en 2020 y 2023, nueva guerra de Gaza en 2023. En todos lados, actores oportunistas, grupos terroristas, hombres fuertes y movimientos etnonacionalistas hacen avanzar sus peones en el tablero de ajedrez de la perturbación mundial.
Depredar aliados
Por último, esta fragmentación se ve alimentada por la polarización del sistema internacional, agravada por la multiplicación de las sanciones. La rivalidad entre China y Estados Unidos obliga poco a poco a cada país a alinearse y elegir un bando. Desde la Guerra Fría, sabemos hasta qué punto la bipolarización trae aparejada la carga de las carreras armamentísticas, los riesgos de escaladas y de conflictos por delegación en márgenes disputados. Pero esta bipolarización se produce a una escala sin precedentes, y la relación de fuerzas no es a largo plazo absolutamente favorable a Washington, ni demográficamente, a pesar del envejecimiento acelerado de China, ni económicamente, a pesar de la crisis de crecimiento china, ni quizás políticamente, en un momento en que Estados Unidos se está volviendo menos fiable, más exigente y a veces incluso arrogante (3). Si hoy Estados Unidos parece crecer de forma insolente, es porque la protección no se da sin la tentación de avasallar o incluso de depredar a los propios aliados. Durante largo tiempo, la principal ventaja comparativa de Estados Unidos seguirá siendo su ejército superpoderoso, desplegado por todo el globo, el único dotado de todo el arsenal de nuestro tiempo y aguerrido por un siglo de conflictos, mientras que los militares chinos no tienen experiencia directa en la materia. Lo esencial del peso de las guerras recae sobre los puntos de apoyo asiáticos –Japón, Corea del Sur y Taiwán– e indirectamente sobre los aliados europeos, ya que la polarización facilita un acercamiento, e incluso una complementariedad estratégica, entre China y Rusia, que antes distaba mucho de ser evidente.
Confrontación total
Un segundo proceso produce una lógica de confrontación total (4). Las situaciones de Ucrania y Gaza señalan nuevos niveles de intensidad en la guerra. Se han establecido paralelismos con la guerra de trincheras, con el bombardeo de Dresde. Pero más profundamente, traducen un nuevo tipo de conflicto en el que domina la lógica del todo o nada, en el que cualquier acuerdo mutuo ya parece un compromiso. Es la melodía de Múnich, cantada a grito pelado.
No se trata solo de conflictos territoriales, sino también existenciales para cada uno de los beligerantes. Los ucranianos, ante la agresión rusa, se enfrentan a una voluntad explícita de erradicar su nación, su cultura y su lengua. Pero en Rusia predomina igualmente, en la cima, la idea de una guerra existencial por los derechos propios como nación, como blanco de la presión de un Occidente amenazante que está a sus puertas. En Israel, el 7 de octubre despertó un sentimiento de vulnerabilidad existencial, la incertidumbre de la promesa fundamental del Estado de Israel de proporcionar un lugar seguro donde los judíos puedan vivir protegidos. La magnitud y el horror de los ataques en el propio territorio israelí y la falla de los servicios de inteligencia y del ejército engendraron una duda y un miedo indelebles. En Gaza, la intensidad de los bombardeos incesantes, el nivel de destrucción, la sensación de que todas las infraestructuras culturales, sanitarias y educativas y una identidad colectiva son blancos posibles refuerza la sensación de que todo está siendo puesto en tela de juicio.
Totales, estas guerras también lo son porque son guerras conmemorativas, que llevan el pasado en sus mochilas. Todos los fantasmas de la historia parecen convocados. En Rusia, se moviliza la memoria de la “Gran Guerra Patria” (1941-1945), presentando a Ucrania como un país a desnazificar; en Ucrania, se evoca la memoria de las hambrunas organizadas del Holodomor (1932-1933), que llaman a desestalinizar a Rusia. En Israel, el 7 de octubre evocó el terrible eco de la Shoah, y algunos consideran la conquista de Gaza y la destrucción de Hamas como una “desnazificación” que legitima los bombardeos, la ocupación militar y, en el futuro, la reeducación de los gazatíes; del lado de los palestinos, es la memoria de la Nakba, la catástrofe de 1948, que está en la mente de todos, con el temor de que la estrategia de Israel sea, en definitiva, la de expulsar a los palestinos a Egipto o más allá.
No nos equivoquemos, esta espiral identitaria de esencialización del Otro que está en funcionamiento en las guerras también está presente entre nosotros. Todo el mundo tiene miedo. La “lógica del enemigo”, analizada por Carl Schmitt, cristaliza los temores de todos ante un enemigo empecinado en la propia destrucción. Al reducir al otro a una caricatura, se lo convierte en un diablo con intenciones tan secretas como infernales. Y, trágicamente, confirmamos a este adversario en su propia convicción de que sólo soñamos con aniquilarlo. En su interior, ésta es la mecánica de la guerra civil, cuyas semillas pueden verse aquí y allá, ante todo en unas elecciones presidenciales estadounidenses histéricas y, en el exterior, en la lógica de la guerra total.
Guerra global
El tercer proceso es que la globalización de la guerra tiende hacia un punto final: la “guerra global”, una guerra sin límites multiplicada por la globalización.
La guerra global no tiene límites en su contagio y transmisión. En otras épocas, la barrera del espacio, la lentitud de las comunicaciones y los límites de los intercambios creaban una contención natural a los conflictos. Hoy, por el contrario, afectan a una humanidad totalmente interdependiente e interconectada, en la que los shocks económicos, las pasiones políticas y las movilizaciones bélicas son casi instantáneas. Nuestro mundo se vuelve así más inflamable que cualquier sistema internacional del pasado, a merced del menor desliz, de la menor manipulación.
La guerra global se infiltra en todos los rincones, los mares, la tierra y el aire, por supuesto, pero también toma forma en el espacio y el ciberespacio, con consecuencias sin precedentes, en ambos casos, en la vida cotidiana “por detrás”: alteraciones en el ámbito de la salud, guerra híbrida de información y desestabilización política, transformación de los conflictos internacionales en batallas civiles e identitarias.
La guerra global es portadora de una destrucción potencialmente ilimitada. El riesgo posible de un conflicto nuclear, la alteración de las rutas comerciales –con sus peligros de escasez e inflación–, la amenaza de una guerra espacial deben ser sopesados por quienes a veces piensan, a la ligera, que la guerra es el camino más corto hacia la paz. Este tipo de guerra sólo llevaría a la paz de los cementerios.
La guerra global es una guerra suicida contra el planeta mismo que nos desvía de nuestros objetivos de descarbonización, malgastando energías que son muy difíciles de movilizar; pero lo que es más grave, nos hace entrar en un proceso competitivo, en el cual la descarbonización se convierte en una variable del enfrentamiento entre bloques, una pérdida de ganancias para la economía de guerra. ¿Y quién aceptará apretarse el cinturón si con eso se arriesga a hacer bajar los precios de la energía para un rival? Este cálculo viciado nos lleva hacia la aceleración del calentamiento climático.
Una política errática y volátil
En este mundo inflamable, Francia pierde arraigo dentro de una Europa que se derrumba. Es el riesgo de una Francia desconectada del terreno en una Europa fuera de juego.
Durante sesenta años, la V República supo enraizarse en el mundo tras la debacle de 1940, las guerras coloniales perdidas y la crisis de Suez, que la arrinconaron, por así decirlo, y la convirtieron en blanco de las críticas de ambos bloques. El General de Gaulle supo dejar una huella duradera, que basaba el prestigio de Francia en cuatro pilares: su rol de garante y pionera del orden multilateral, justificado por su dinamismo y su pertenencia inesperada a los vencedores del orden de 1945; el rol de acicate y potencia de equilibrio en el enfrentamiento entre los bloques, ni alineada ni indiferente; el rol de potencia independiente, dotada del arma nuclear, que hablaba de igual a igual con todos los Estados del mundo, y, por último, el rol de moderador prudente de una Europa política solidaria y en constante acercamiento, en aras de la superación de las querellas nacionales.
En cambio, la Francia de hoy está como desarraigada. Da la impresión de una extraña impotencia (5). Desde 1989, quedó desequilibrada por la desaparición de uno de los bloques, por la potencia recuperada de Alemania y por su pérdida de influencia en África. Después se lanzó sin freno a las intervenciones militares, al papel vicario del poder estadounidense y a las tensiones crecientes con Alemania.
Lleva adelante una política errática y volátil, y con frecuencia parece estar bailando con un pie y con el otro. Respecto de Estados Unidos, vacila entre el bromance con Donald Trump y la desconfianza (…)
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