A fines del siglo pasado, hace poco más de 25 años, el proceso de democratización en Chile, como en muchos otros países de América Latina, demandó cuestionar y replantear el funcionamiento de diversas instituciones en ámbitos clave de la política pública. Entre ellos, y probablemente el más profundamente intervenido, el de la Seguridad Interior. La denominación por sí misma ya denotaba un déficit democrático, y es que tal como fue planteado por el PNUD en 1994, “La seguridad se ha relacionado más con el Estado-nación que con la gente.” (Informe Desarrollo Humano.).
Resultaba que, tanto respecto de los procedimientos como del sentido profundo, la actuación del sistema de seguridad y justicia estaba lejos de garantizar el trato igualitario, la dignidad de los intervinientes ni menos aún la seguridad de todos y todas quienes habitan el territorio chileno. En efecto, el procedimiento penal inquisitivo, instituciones policiales con altos niveles de autonomía y opacidad (incluso respecto de sus resultados), un sistema penitenciario calamitoso, y un Estado reactivo sin capacidad de anticiparse a la violencia y el crimen, demandaban de una democratización de las instituciones mucho más allá de los tradicionales mecanismos electorales.
Bajo los principios básicos de una democracia, que se expresan en los derechos de los que gozamos todos los seres humanos, se inicia en nuestro país un pedregoso camino para transformar las instituciones y sus políticas en el ámbito de la seguridad y la justicia. La Reforma Procesal Penal, la modernización de las policías y el enfoque de seguridad ciudadana comenzaban a intentar desplegarse para responder a la demanda democrática de garantía de derechos, incluyendo la de más seguridad sobre la vida y los bienes.
No reconstruiremos la historia de estos procesos, pero si destacaremos que por cada paso que se procuró dar hacia adelante se debió gestionar algún acuerdo que complaciera habitualmente al mismo sector (muchas veces más amplio que la tradicional derecha política) que cuestionaba “el excesivo garantismo”, descontinuaba programas preventivos desconcentrados, potenciaba la video-vigilancia en desmedro de la gestión de conflictos, argüía proteger a la policía cuando lo que buscaba era impunidad (en especial de los mandos), y un largo etcétera que no cabe en estas páginas.
El camino que se inició a fines del siglo pasado tomaba lo mejor de la experiencia comparada de políticas públicas basadas en evidencia, para reconducir por la senda democrática la política de seguridad, con la certeza de que era el camino correcto para reducir la violencia criminal. Se cometieron errores y omisiones, sin duda, pero el camino era el correcto. Nos desviamos una y otra vez. La consecuencia de ello es que 25 años más tarde, (…)
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