“Provocaremos el derrumbe de la economía rusa”, declaró el ministro de Economía francés Bruno Le Maire a comienzos de marzo de 2022. Doce series de sanciones más tarde, Rusia vive un crecimiento económico superior al de la Unión Europea y al de Estados Unidos por segundo año consecutivo: tras un 3,6% de aumento del producto bruto interno (PBI) en el 2023, la economía debería crecer un 3,2% en el 2024, según el Fondo Monetario Internacional (FMI), quien repitió una vez más sus previsiones al alza. Efectivamente, la militarización de la economía, así como la escasez de mano de obra o las dificultades de acceso a las tecnologías occidentales podrían tener un efecto negativo a mediano plazo. Pero los rendimientos de la economía rusa, reconocidos por la gran mayoría de los analistas y confirmados por las instituciones internacionales, generaron una considerable sorpresa en Occidente. En efecto, las palabras de Le Maire, que se hicieron eco de similares posturas del presidente estadounidense Joseph Biden o de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula van der Leyen, reflejaban una opinión consensuada en el seno de las élites occidentales según la cual el ejército ruso, pronto desprovisto de armamento por falta de componentes electrónicos y privado de financiamiento por falta de petrodólares, sería derrotado en Ucrania. Dos años más tarde, estamos muy lejos de ello. En esas condiciones, ¿cómo interpretar el enorme desfasaje entre los resultados al menos decepcionantes de la política de sanciones y las expectativas iniciales?
El primer error es haber tratado a la economía rusa como cuantitativamente insignificante. Para resumir esa sensación, Clément Beaune, entonces secretario de Estado a cargo de los asuntos europeos declaró en febrero de 2022: “Rusia tiene el PBI de España”. La afirmación es a la vez aproximativa y reduccionista. Según el Banco Mundial, el PBI nominal de ese país se encontraba en el octavo puesto en 2022 (quinceavo lugar para España), mientras que, calculada en paridad de poder adquisitivo (PBI PPA), la economía rusa llegaba al quinto puesto mundial, justo por delante de Alemania. Además, el tamaño de la economía sólo refleja imperfectamente el poder de un país. A pesar de las debilidades por lo demás indiscutibles, como su dependencia de la renta petrolera y gasífera, Moscú ocupa un lugar preeminente en numerosos sectores estratégicos: además de ser uno de los tres principales países productores y exportadores de hidrocarburos, metales no ferrosos y cereales, Rusia es también el primer exportador de centrales nucleares y una de las tres principales potencias espaciales. En 2023, realizó diecinueve lanzamientos espaciales, contra solamente tres lanzamientos de Europa en su conjunto. Su producción de electricidad, un indicador utilizado comúnmente para medir la potencia industrial, la sitúa en el cuarto puesto mundial, por detrás de China, Estados Unidos e India. Con estos pocos datos en mente, es menos sorprendente constatar que Rusia actualmente produce más obuses que la totalidad de los países occidentales en conjunto.
Las élites rusas son ampliamente percibidas como incompetentes debido a un sistema político basado en la corrupción y el nepotismo. Si bien evidentemente esas dimensiones no están infundadas, no resumen la realidad de ese país. Desde hace unos diez años, el presidente Vladimir Putin procedió a una amplia renovación de las élites políticas y administrativas tanto a nivel de los ejecutivos de las regiones como en el seno del gobierno federal. Se trata de tecnócratas que demostraron su valía en el sector privado o en sus administraciones de origen. Esta política de renovación de los funcionarios de alto rango fue puesta en marcha por Serguei Kirienko: proveniente del bando liberal, transformó a Rosatom en un gigante mundial de la energía nuclear, previo a convertirse en jefe adjunto de la poderosa administración presidencial en 2016. En un artículo publicado en Foreign Affairs, Alexandra Prokopenko, investigadora en la Fundación Carnegie, por otra parte, muy crítica sobre la situación en Rusia, afirma que “la economía rusa es dirigida por tecnócratas competentes y Putin escucha su opinión” (1).
Un Estado subestimado
Desde el 2014 y la anexión de Crimea, el Kremlin puso en marcha una política de resiliencia económica para hacer frente a la presión económica occidental. La política de “sustitución de importaciones” permitió al país alcanzar la autosuficiencia alimentaria en algunos años. También fue eficaz en el ámbito financiero: en el 2015, las autoridades lanzaron el Sistema Nacional de Pago con Tarjeta (SNPC), que garantiza el funcionamiento de todas las tarjetas emitidas por bancos rusos en el territorio nacional. Asimismo, el Banco Central ruso creó el (…)
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