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¿Cómo se explica el rápido ascenso de la extrema derecha?

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Silvina Benguria, La sombra del lobo (Acrílico sobre tela), 2001

La Agrupación Nacional (RN) en el centro del juego, un orden político descompuesto: ¿Cómo llegamos a este punto? Decidida por Emmanuel Macron después del escrutinio europeo del 9 de junio, en el que el partido de Jordan Bardella (RN) obtuvo el doble de votos que el del presidente, la disolución de la Asamblea Nacional no solo sanciona el estrepitoso fracaso de un extremo centro convencido de que se dirige un país como se administra un banco, sino también el fracaso del personaje impulsivo y arrogante que pretendía ser un baluarte contra la extrema derecha antes de abrirle las puertas del poder: “Si ganamos –decía Macron en Saint-Denis el 20 de marzo de 2017– se derrumbarán al día siguiente. No tengo ninguna duda de ello”.

Subestimación del nacionalismo

El capricho de Macron cierra un largo ciclo de hipocresía que consistía, para los gobiernos que se sucedieron desde el despegue de la extrema derecha, en denunciar efectos cuyas causas ellos mismos habían favorecido. Los primeros éxitos del Frente Nacional registrados en las elecciones municipales de 1983 coincidieron, en efecto, con la sumisión de los socialistas en el poder a las imposiciones europeas, cuando abandonaron la política de “ruptura con el capitalismo” prevista en su programa. Aunque no existía por entonces ningún vínculo entre ambos acontecimientos, la obediencia de los partidos, tanto de derecha como de izquierda, a las reglas de una globalización que ellos presentaban a veces como “feliz”, proporcionó el terreno fértil a un partido que obtuvo 100.000 votos en las elecciones legislativas de 1981. A medida que las clases dirigentes cedían cada vez más segmentos enteros de su soberanía económica, monetaria y jurídica a instancias supranacionales, el debate público, que hasta entonces estaba dominado por la oposición entre liberalismo y socialismo, se vio reformulado siguiendo fracturas culturales, de seguridad, sociales, identitarias e incluso civilizatorias.

El grupúsculo fundado en 1972 por partidarios de Vichy y de la Argelia francesa floreció en el caos social nacido de la desindustrialización y el desempleo masivo. Transformó la ira que despertaba una oligarquía liberal o socialista convertida en gestora de la globalización en un resentimiento dirigido hacia arriba, contra sus sucesivos dirigentes y contra sus aliados intelectuales y mediáticos y, hacia abajo, en un odio activo hacia los más vulnerables: los trabajadores árabes “que ocupan nuestros puestos de trabajo” durante la primera oleada de desempleo masivo, y más tarde los musulmanes “que amenazan nuestros valores” después del 11 de septiembre de 2001 y, más todavía, después de los atentados terroristas en Francia (2015-2016). El éxito de la extrema derecha tiene como condición –aunque insuficiente– al desempleo, la precarización laboral, la desorganización de la vida y la incertidumbre respecto del porvenir que estas situaciones engendran. Pero también es resultado de una instrumentalización política cínica. Porque la clase dirigente imagina que el Frente Nacional (FN) y luego la Agrupación Nacional (RN) no son una opción a elegir, espera conseguir su propia reelección haciendo campaña contra el partido paria, no sin antes transigir con las prioridades de este partido relativas a la inmigración y la seguridad (1). Omnipresente desde el 9 de junio, el tema de la “lucha contra los extremos” reactivó la vieja cantinela del partido del justo medio destinado a reservar sólo al “bloque central, progresista, democrático y republicano”, como lo calificó Macron, el derecho a dirigir el país por toda la eternidad.

La disolución marca también el final de un teatro político de sombras. Su dramaturgia sigue una lógica cuyas premisas los actores aceptaron desde principios de los años 90: si, en primer lugar, el ascenso de los nacionalismos –en este caso, el del Frente Nacional– es en gran medida el subproducto político de la globalización y de las conmociones y temores que induce, y si, en segundo lugar, los dirigentes políticos la consideran sin embargo inevitable, incluso deseable, entonces la vida democrática debe latir en adelante al ritmo de una prioridad coreada boleta tras boleta electoral: impedir que la extrema derecha llegue al poder, “cerrarle el paso”. Con el transcurso de los años, el FN y luego el RN constituyeron una suerte de renta para los partidos tradicionales, que ya se beneficiaban de una modalidad de escrutinio hecho a su medida: hasta 2022, el RN sólo tenía un puñado de legisladores; incluso hoy, no controla el ejecutivo de ninguna de las 13 regiones francesas. En síntesis, las formaciones del “arco republicano” se presentaron alternativamente contra el FN-RN con la casi total certeza de ganar y la facultad de desinteresarse por las raíces de su éxito.

Poner en primer plano la franja de militantes y dirigentes abiertamente racistas del FN sirvió entonces de pretexto para eliminar del juego electoral a esa otra parte en aumento de las clases populares, y después de las clases medias, que se valían de este partido rechazado para expresar su propio rechazo a los partidos políticos. Los votantes del FN o, más tarde, del RN, preocuparon a las élites durante un instante antes de ser relegados, como los abstencionistas, a la nada política. La exigencia “republicana” de defender la “democracia”, propensa al miedo, amenazada por pasiones políticas extremas, y más recientemente por las fake news y las injerencias extranjeras, permitió justificar los veredictos de los expertos contra las elecciones populares. Bastante más allá del mero voto por la extrema derecha, el desprecio de los sufragios no moderados ofició de virtud política: las exigencias de Bruselas, Moody’s y McKinsey fueron más espontáneamente aceptadas como una evidencia por los antiguos alumnos de Ciencias Políticas (Sciences Po), de la Escuela Nacional de Administración (ENA) o de la Escuela Politécnica, que las exigencias que planteaba el 54,8% del “no” en el referéndum del 29 de mayo de 2005, las de los “chalecos amarillos”, el personal de cuidado, los huelguistas, el 70% de los franceses que se opusieron a la última reforma del régimen jubilatorio... A lo largo de estas décadas, los responsables políticos, tanto de derecha como de izquierda, demostraron que todavía podían actuar con rapidez y contundencia, dejando de lado las reglas europeas que habían presentado como intocables, cuando sus adversarios habían reclamado que se las transgrediera, pero solo para que todo siguiera como antes. Se negociaron nuevos acuerdos de libre comercio, se sacó a flote a los bancos y se financió la economía durante la pandemia.

La contribución del socialismo

El caso francés no es una excepción, ya que las grandes orientaciones económicas y sociales de los países occidentales se armonizan según un mismo diapasón. La competencia universal entre obreros, empleados y ejecutivos, y luego entre servicios públicos, creó en todas partes las mismas oposiciones nacionales entre trabajadores estables y precarios, trabajadores activos y desempleados, metrópolis conectadas y territorios abandonados, clases cultivadas y otras sin ningún título (2). Y, bajo diversas formas, provocó el mismo aumento de poder de las formaciones de extrema derecha que abogan por un capitalismo nacional dirigido por élites locales. Sin embargo, el despliegue del FN presentó sus propias especificidades. Seguir el sinuoso camino que lleva desde el cierre de una fábrica, de una oficina de correos, o desde la pérdida del poder adquisitivo, hasta el 30,5% de los votos que se expresaron el 9 de junio en favor de un partido xenófobo implica volver sobre el comportamiento de las élites de todo signo que, durante 40 años, vivieron la presencia de este “hombre de la bolsa” como una sorpresa divina a la que bastaba con mantener indefinidamente fuera de juego para poder seguir alegres.

El 24 de abril de 1988, Jean-Marie Le Pen, que acababa de obtener el 14,39% de los votos en la primera vuelta de las elecciones presidenciales, celebraba en la televisión “el gran ímpetu del renacimiento nacional” que se llevaría por delante a los “partidarios de la decadencia y el declive”. Le mordió los talones por dos puntos al ex primer ministro Raymond Barre y aplastó al comunista André Lajoinie (6,76%). Desde su fundación en 1972, el Frente Nacional defendía un programa clásico de extrema derecha que combinaba el rechazo a la Revolución Francesa, un anticomunismo exaltado, la expulsión de los inmigrantes y el restablecimiento de la pena de muerte. Sin olvidar el orden moral: patriarcal, el FN se opuso furiosamente a la libertad de abortar y a los derechos de las minorías sexuales. En el plano económico, se opuso a la vez al marxismo y a la economía mixta defendida por Valéry Giscard d’Estaing en el Ministerio de Economía y Finanzas (1959-1966, 1969-1974), y después a su liberalismo económico cuando llegó a la presidencia (1974 1981). El FN pretendía conciliar la economía nacional (proteccionismo) con el desmantelamiento del Estado social, la disminución de los impuestos y la supresión de la seguridad social, las jubilaciones por aportes y las privatizaciones masivas. Era un programa inspirado a la vez por el presidente Ronald Reagan, con quien Le Pen se enloquecía por fotografiarse, y por el dictador chileno Augusto Pinochet, de quien Le Pen sostenía que “salvó a su país”.

El primer éxito nacional del Frente se remonta a las elecciones europeas de 1984 (11%): Le Pen obtuvo sus mejores resultados entre los pequeños empresarios y los ejecutivos con títulos en lo técnico y comercial, así como dentro de una burguesía reaccionaria, en general católica y nostálgica de la Argelia francesa. Cuatro años más tarde, una proporción creciente (27%) de artesanos, comerciantes y directores de empresas amenazados por la desindustrialización se unió al electorado del Frente Nacional pero, con ella, también lo hizo una proporción significativa de obreros (19%). Este entrecruzamiento de poblaciones con intereses divergentes persistiría durante casi dos décadas.

El contexto sostenía al partido más que su programa. En cuanto fue electo François Mitterrand, la cuestión social de los trabajadores inmigrantes y sus hijos se reformuló como un problema de orden público y de secesión étnico-religiosa. Mientras que los disturbios que involucraron la quema de automóviles en el verano de 1981, en Vénissieux, muy mediatizados, desembocaron en una “política de la ciudad”, los conflictos en las fábricas de automóviles de 1982-1984, donde los despidos se encadenaban de a miles, provocaron un alboroto xenófobo en la prensa conservadora. El primer ministro socialista, Pierre Mauroy, lo reforzó al evocar, en enero de 1983, a “trabajadores (…)

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Benoît Bréville

Director de Le Monde diplomatique

Pierre Rimbert

De la redacción de Le Monde diplomatique, París.

Serge Halimi

De la redacción de Le Monde diplomatique, París

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