En enero de 2015, en vísperas de las enormes manifestaciones de solidaridad tras el asesinato de parte de la redacción de Charlie Hebdo, el dibujante Luz se preguntaba: “Dentro de un año, ¿Qué quedará de este gran impulso más bien progresista en materia de libertad de expresión?”(1). Diez años después sabemos la respuesta: la prohibición de manifestaciones, la cancelación de conferencias públicas, la desprogramación de artistas e intelectuales, las sanciones contra humoristas, la proscripción de eslóganes coreados durante décadas y la suspensión de subvenciones públicas a universidades consideradas demasiado indulgentes con los estudiantes que expresan su solidaridad con Palestina han dominado la actualidad política desde el 7 de octubre. A eso hay que añadirle la intimidación judicial. El pasado abril, la policía francesa citó a varias figuras políticas de la oposición en el marco de una investigación por “apología del terrorismo” y un dirigente sindical fue condenado a un año de prisión en suspenso por el mismo motivo. Bernard-Henri Lévy, en cambio, se pasea de plató en plató justificando el aplastamiento de Gaza e incluso exigiendo la invasión de Rafah sin que se le acuse de hacer apología de crímenes de guerra, algo punible con hasta cinco años de prisión y 45.000 euros de multa.
Mordaza a las manifestaciones
Francia no es la única democracia liberal que pisotea la libertad de expresión que en principio distingue al “mundo libre” de los “populismos autoritarios”. Desde que en mayo de 2019 el Bundestag aprobó una resolución que calificaba de antisemita al movimiento Boicot, Desinversión, Sanciones (BDS), y más aún tras los atentados del 7 de octubre, el Gobierno alemán trata de amordazar las manifestaciones de solidaridad con la causa palestina (2); por su parte, el tabloide Bild ha publicado (10 de mayo) una lista de “delincuentes académicos” bajo este epígrafe: “Estos docentes firmaron una carta de apoyo a las manifestaciones de odio contra los judíos”. En Estados Unidos, con el pretexto de combatir el antisemitismo en los campus, la Cámara de Representantes amplió el pasado mes de mayo la definición del término. Ciertas formas de criticar a Israel incurrirían en un delito de opinión: oponerse al “sionismo”, calificar dicho Estado de “racista” y llamar a una “Intifada” (‘levantamiento’) serán en adelante merecedores de sanción. Eric Adams, alcalde demócrata de Nueva York, envió 300 policías fuertemente armados a que desalojaran de la Universidad de Columbia a pacíficos estudiantes propalestinos. “Este movimiento busca radicalizar a la juventud y no voy a dejarles hacer su voluntad sin reaccionar”, se justificó (3). Sin embargo, en un régimen democrático “radicalizar” a jóvenes no constituye un delito que requiera la reacción de las autoridades municipales.
En tiempo de paz, una palabra permite a los liberales justificar sus derivas autoritarias: terrorismo. Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, los ataques yihadistas de los años 2015-2016 en Francia contra Charlie Hebdo, el HyperCasher, la sala Bataclan, de Niza, etc., los dirigentes occidentales desarrollaron su arsenal legislativo, restringiendo los derechos fundamentales en aras de la seguridad, primero de forma excepcional, luego de forma permanente (4). Secundados por los medios de comunicación, también animaron a la población a adoptar el código de pensamiento de la extrema derecha, que asimila la amenaza, muy real, del islamismo radical con la amenaza imaginaria que supondrían para las sociedades occidentales las luchas que movilizan a los creyentes musulmanes. De ese modo, presentar el conflicto colonial palestino-israelí como un enfrentamiento entre la democracia y el terrorismo de Hamás es ahora pan comido. Con el peligro de que el código penal permita prohibir corear “Israel asesino”, incluso cuando el ejército de dicho país es culpable de crímenes contra la humanidad.
Medios prohibidos
La pasión por amordazar a los propios contradictores rebasa con mucho las fronteras de Gaza. La invasión rusa de Ucrania en febrero de 2022 llevó a los aliados de Kiev a prohibir que los atletas rusos participasen en los Juegos Olímpicos de París, a privar de conciertos a aquellos músicos que no denunciasen públicamente al presidente ruso y a prohibir en Europa los medios de comunicación RT y Sputnik en aras de la lucha contra las fake news. La población europea, una masa crédula a ojos de sus dirigentes, debe ser protegida de una propaganda opuesta a la de Occidente. Practicada en nombre del bien, la censura les parece tan obvia a los periodistas que Le Monde, en un editorial (7 de mayo de 2024) crítico con la prohibición de la cadena Al Jazeera en Israel por considerar, con razón, que “tales prácticas suelen ser propias de regímenes autoritarios que no toleran voces diferentes a la suya”, no concibe que la frase también se aplica a la prohibición de los (…)
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