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¿Por qué una Historia Internacional?

Los tiempos primitivos son líricos, los tiempos antiguos son épicos, los tiempos modernos son dramáticos.
Víctor Hugo

La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa.
Karl Marx

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Jaime Azócar Valenzuela, Transportista de espejos, 1999

Escribo este artículo para dirigirme a los no especialistas en el campo de la Historia, porque ellos conocen de sobra este tipo de ideas. Me dirijo a quienes se ocupan de pensar el mundo, con y sin métodos, desde el presente, para ofrecerles la perspectiva longitudinal de la Historia Internacional.

En una época en la que todo ocurre tan rápido, en donde lo relevante parece fútil y lo superficial se vuelve central para la vida de millones, las intelectualidades tienen el deber de pensar en qué sucederá con el mundo, cuando lo que hoy nos angustia haya desaparecido. Este es un deber complejo. No es pequeña la producción intelectual contaminada de agencia de todo orden y naturaleza. Pensar con valentía, o atreverse a pensar (el “sapere aude” de Kant), implica pensar con libertad y con responsabilidad, sobre todo para quienes lo hacen públicamente.

Pensar con libertad supone desprendimiento, implica renunciar a los eventuales beneficios de defender tal cual causa y, eventualmente, redunda en asumir el riesgo de convertirse en minoría.

Pensar con ética supone actuar con un alto compromiso con la verdad, aunque esta tenga un significado diferente para cada autoría. Incluso para quienes afirman que la verdad no existe o que existen tantas verdades como personas planteándose el asunto.

Para la Historia, y la Historia Internacional no es una excepción, la verdad es menos relativa, aunque los discursos sobre ella quieran serlo, para eludir la fatiga de la monumental tarea empírica o para gozar de los beneficios de una arbitrariedad narrativa desprovista de los rigores de las pruebas. Hablar, simplemente hablar. Escribir, simplemente escribir, sin más condición que la voluntad de afirmar algo.

Pensar en el largo plazo no significa, de ningún modo, desatender lo que hace 50 años atrás Martin L. King llamó “la feroz urgencia del ahora”. Para las intelectualidades el presente también es un imperativo, al que debemos atender y al que reaccionamos continuamente, pero con la prudencia y sobriedad que impone la importancia de la tarea a la que hemos sido llamados.

La integración mundial de la información, más o menos artificial y más o menos inteligente, nos ha puesto en el camino de vivir y mirar el mundo. Más que nunca en nuestra historia, nos hemos constituido en sujetos internacionalizados sin salir de nuestras casas. El mundo se ha metido en ellas por todos lados, debido a la instantaneidad con que consumimos contenidos a través de nuestros computadores, televisores y omnipresentes teléfonos móviles. Lo queramos o no, lo comprendamos o no, lo aceptemos o no.

El mundo parece cada vez más pequeño y este cambio en la percepción espacial también ha afectado nuestra concepción del tiempo, como si los acontecimientos sucedieran cada vez más rápido. Esta idea, que para los debates historiográficos tiene mucho recorrido, es menos conocida y debatida en los ambientes no académicos. Por ello, bien valen algunas precisiones, para lo cual debemos volver a las preguntas y cuestiones centrales de la Historia, que con mayúscula apela a la disciplina que estudia la historia y que con minúscula se refiere al pasado. La interacción entre Historia e historia está en el centro de la discusión teórica de esta disciplina.

Como en otros campos de estudio de las ciencias sociales y de las humanidades, la Historia escruta el pasado con varias preguntas descriptivas (qué, quiénes, cuándo, dónde y cómo) y con una pregunta analítica central (por qué). Todas las interrogantes importan, pero la última es la que contribuye con mayor efectividad a dar sentido a la visión y a la lectura que hacemos del pasado, clave para inferir allí donde no hay evidencia suficiente.

El contexto se concentra en la interacción dinámica entre continuidad y cambio, describiendo una secuencia que refleja una transición compleja, sin formas puras, donde la percepción de quien observa advierte que lo que parece emerger no llega a constituirse y que lo que parece extinguirse no acaba por desaparecer. Además, esta interacción nos permite ubicar la dinámica de continuidad y cambio dentro de un esquema analítico más preciso, donde sea posible comprender y explicar los acontecimientos pasados respetando la naturaleza dinámica en la que ellos sucedieron. Por así decirlo, en su momento la historia sucedió en gerundio y debe ser reconstruida tomando en consideración dicha característica principal.

En parte, esta percepción se configuró de este modo porque la realidad observada no es una sucesión de hechos ordenados y conectados entre sí por factores de orden lógico y/o predecibles. También, porque en la medida que la Historia se hizo más plural, el número de puntos de observación y los puntos observados se fueron incrementado cada vez más. De este modo, hace un siglo se podía hablar del pasado estudiando solo la política que involucraba a la oligarquía masculina, pero hoy, y desde hace muchas décadas, el estudio del pasado incluye múltiples perspectivas, problemas de análisis y diversidad actores.

Por su parte, el tiempo tiene al menos un sentido doble. Por una parte, el sentido convencional, en el que el tiempo es medido cronométricamente, en una sucesión de unidades que clasifican su longitud. Por otra parte, asume el sentido disciplinar, en donde el tiempo histórico describe la longitud de duración de un fenómeno cuya historicidad le confiera el rango de objeto de estudio. De esta forma, podemos observar la vida social, económica, política, cultural y otras, donde predominan formas de organización que en el corto y mediano plazo parecen dominantes y estables, y donde es plausible advertir patrones relativamente regulares en el devenir de los hechos y procesos históricos. De allí que autores como Eric Hobsbawm puedan hablar de siglos largos y cortos, como el XIX y XX, respectivamente. Desde luego, no se están refiriendo al convencionalismo de los cien años con los que se define a un siglo, sino que están aludiendo a la pervivencia de una estructura mayor, como el capitalismo, la modernidad o la Guerra Fría. Luego, en este entendido, el tiempo también es un recurso teórico-metodológico para situar los fenómenos dentro de una trama mayor de significados, a fin de comprenderlos e, idealmente, explicarlos.

El tiempo histórico, a su vez, suele ser cortado en etapas, para facilitar su estudio y la comunicación de sus hallazgos. Por lo mismo, la historiografía acredita que la mirada longitudinal del tiempo se refiere a una sucesión de etapas en las que las sociedades mundiales se fueron conectando, impulsadas por la aventura, la codicia, el miedo y muchas otras pulsiones. En la medida en que los medios de transporte y comunicación se fueron desarrollando, la percepción del espacio y del tiempo se fue modificando. Los viajes intercontinentales pasaron de años y meses a solo horas. Las noticias, cuya información viajaba a la velocidad del transporte, se volvieron instantáneas. Nuestra visión del mundo, más o menos inteligente y más o menos artificial, nos fue conectando con un espacio y un escenario cada vez más grande, pero sin tener plena conciencia de las escalas. Así, los acontecimientos remotos y excepcionales se transformaron en cercanos y relativamente cotidianos. En algún momento del siglo XX, quizá entre la primera y la segunda guerra mundial, las historias locales se volvieron irremediable e irreversiblemente internacionales.

En este escenario ¿Cómo podríamos intentar comprender nuestra historia reciente y nuestro presente, sino que dentro de una trayectoria temporal mayor? ¿Cómo podríamos comprender, sino que situados en un contexto espacial mayor al de nuestra propia existencia, de nuestra región, de nuestro país y de nuestro continente? Quizá para algunos mi afirmación final pueda resultar una exageración, pero me atrevo a sostener que en base a las ideas anteriores toda historia del siglo XX y siguiente es, por definición, una historia internacional.

*Profesor titular de la Universidad de Santiago de Chile. Investigador del Instituto de Estudios Avanzados, IDEA.

César Ross

IDEA, USACH.

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