Un espectro recorre Estados Unidos –el espectro del comunismo–. Esta vez, es digital. “¿Podría funcionar el comunismo gestionado mediante inteligencia artificial?”, se pregunta Daron Acemoğlu, economista del Massachusetts Institute of Technology (MIT). Mientras que al capitalista de riesgo Marc Andreessen le preocupa si China está a punto de crear una inteligencia artificial (IA) comunista (1). Hasta el agitador republicano Vivek Ramaswamy ofrece su propio análisis, afirmando en la red X que la IA procomunista constituye una amenaza comparable a la del Covid-19.
Pero ¿quién sabe realmente, en medio del pánico general, de qué estamos hablando? ¿Se trata de una inteligencia artificial comunista que seguiría el modelo chino, con plataformas calcadas de aquellas de las grandes empresas estadounidenses y sometidas a un férreo control estatal, o más bien de un enfoque del estilo Estado de bienestar a la europea, pero con un desarrollo centralizado en manos de las instituciones públicas?
Los visionarios de la IA
La segunda opción presenta un cierto atractivo, sobre todo porque la carrera en inteligencia artificial tiende hoy a anteponer la velocidad a la calidad –como pudimos darnos cuenta en mayo pasado cuando la función AI Overviews de Google recomendó poner pegamento en las pizzas y comer piedras (2). Una financiación pública de la IA generativa que se acompañara de una rigurosa selección de datos, así como de una supervisión exigente, podría aumentar la calidad de las herramientas y el precio facturado a los clientes corporativos, garantizando así una mejor remuneración para los creadores de contenidos.
Sin embargo, intentar desarrollar una economía de la inteligencia artificial socializada, ¿no es claudicar incluso ante Silicon Valley? ¿Una IA “comunista” o “socialista” debe limitarse a decidir quién posee y controla los datos, o bien a modificar los modelos y las infraestructuras informáticas? ¿No podría implicar transformaciones más profundas?
Dos ejemplos que tomamos de la historia contemporánea sugieren una respuesta positiva. El primero se denomina CyberSyn, la visionaria iniciativa del presidente chileno Salvador Allende (3). Dirigido por un carismático consultor británico llamado Stafford Beer, este proyecto tan ambicioso como efímero (1970-1973) apuntaba a inventar una forma más eficaz de gestionar la economía aprovechando los modestos recursos informáticos del país.
CyberSyn, a menudo calificado como una “Internet socialista”, se basaba en el uso de la red de télex chilena para subir el conjunto de los datos de producción de las empresas nacionalizadas a una computadora central situada en Santiago. Sin embargo, con el fin de evitar las trampas de la centralización soviética, introducía una forma de aprendizaje automático de vanguardia destinada a dar más poder a los empleados.
Los técnicos gubernamentales fueron hasta las fábricas y trabajaron en un estrecho vínculo con los obreros para esquematizar los procesos de producción y gestión tal como se aplicaban en el terreno mismo del trabajo. Estas informaciones preciosas, inaccesibles para los directivos dentro de una empresa capitalista, se traducían inmediatamente a modelos operativos, y después se los supervisaba con ayuda de softwares estadísticos específicos. De este modo, los capataces podían ser alertados de los problemas que se presentaban casi en tiempo real.
El núcleo del proyecto CyberSyn contenía la perspectiva de que fuera un sistema híbrido en el cual la potencia de cálculo amplificara la inteligencia humana. Transformar conocimientos implícitos en un saber formalizado y concreto tenía que permitir a los trabajadores –la clase recién llegada a los comandos del país– actuar con confianza y buen criterio cualquiera fuera su experiencia previa en materia de economía o gestión. ¿Habría en este proyecto algo con lo cual guiarnos en nuestra búsqueda de una IA socialista?
Inteligencia ecológica
Para explorar más profundamente el significado de esta idea singular, tenemos que detenernos en las aventuras de Warren Brodey, un psiquiatra que se pasó a la cibernética antes de convertirse en hippie, y que ahora tiene 100 años.
A finales de los años 60, gracias al dinero de un socio rico, Brodey creó en Boston un laboratorio experimental bautizado Environmental Ecology Lab (EEL). A pocas estaciones de metro de ahí, sus amigos Marvin Minsky y Seymour Papert, del MIT –institución a la que había estado afiliado durante un tiempo– desarrollaban proyectos de IA que, en su opinión, iban en la dirección equivocada. Minsky y Papert partían del principio de que el razonamiento humano estaba guiado por un conjunto de reglas y procesos algorítmicos abstractos que solo había que enumerar y después descifrar para poder dotar a una computadora de “inteligencia artificial”.
Contrariamente a esta visión, Brodey y sus cinco colaboradores creían que la inteligencia, lejos de estar confinada a nuestros cerebros, nacía de las interacciones con nuestro entorno. Era una inteligencia ecológica. Las reglas y los mecanismos abstractos no tenían sentido en sí mismos, sino que todo estaba en el contexto. Un simple ejemplo les bastaba para ilustrar esta teoría: la orden de desvestirse significa cosas completamente distintas según la pronuncie un médico, un amante o un desconocido que uno se encuentra en un callejón oscuro.
Diseñar una inteligencia artificial capaz de captar de forma autónoma estos matices sutiles presentaba un verdadero desafío. Además de modelizar los procesos mentales humanos, había que pedirles a las computadoras que dominaran una variedad infinita de conceptos, de comportamientos y de situaciones, así como el conjunto de sus correlaciones –dicho de otra manera–, había que abarcar en su totalidad el marco cultural de la civilización humana, la única, de hecho, en producir sentido.
En lugar de agotarse persiguiendo este objetivo en apariencia inalcanzable, el equipo de Brodey soñaba con poner a las computadoras y a las tecnologías cibernéticas al servicio de los seres humanos para permitirles explorar y enriquecer su entorno y, sobre todo, a sí mismos. Desde esta perspectiva, las tecnologías de la información no eran sólo herramientas para realizar tareas, sino instrumentos para pensar el mundo e interactuar con él. Imaginemos, por ejemplo, una ducha cibernética reactiva que le hable del cambio climático y la escasez de recursos hídricos, o de un automóvil que, durante el trayecto, le hable sobre el estado del sistema de transporte público. El laboratorio inventó incluso un traje que, si uno se lo ponía para bailar, cambiaba la música en tiempo real, dejando en evidencia los complejos vínculos entre sonido y movimientos.
Diálogo hombre-máquina
El Environmental Ecology Lab se oponía decididamente a la Escuela de Frankfurt y a su crítica de la razón instrumental: era el capitalismo industrial, y no la tecnología, el que privaba a nuestro mundo de su dimensión ecológica y nos obligaba a recurrir a la racionalidad de medios y fines que denunciaban Theodor Adorno, Max Horkheimer y Herbert Marcuse. Para restaurar esta dimensión perdida, se proponía que tomáramos conciencia, con la ayuda de sensores y computadoras, de las complejidades que se escondían tras los aspectos de la existencia que nos parecían más banales.
Las excéntricas ideas de Brodey dejaron una huella profunda pero, paradójicamente, casi invisible en nuestra cultura digital. Durante su breve carrera en el MIT, Brodey tuteló a un tal Nicholas Negroponte, un tecno utopista de vanguardia cuyo trabajo dentro del MIT Media Lab contribuyó en gran medida a definir los términos del debate en torno de la revolución digital (4). Sin embargo, las filosofías respectivas de ambos hombres diferían por completo.
Brodey creía que los aparatos cibernéticos de nueva generación debían distinguirse principalmente por su “reactividad”, un medio de facilitar el diálogo hombre-máquina y de agudizar nuestra conciencia ecológica. Postulaba que los individuos aspiraban sinceramente a evolucionar y veía a la computadora como una aliada en esta empresa de transformación permanente. Su protegido Negroponte readaptó el concepto para hacerlo más manejable: las máquinas tenían como función primordial comprender, predecir y satisfacer nuestras necesidades inmediatas. En síntesis, Negroponte buscaba crear máquinas originales y excéntricas, mientras que Brodey, convencido de que los entornos inteligentes –y la inteligencia a secas– no podían existir sin las personas, buscaba crear humanos originales y excéntricos. Silicon Valley adoptó la visión de Negroponte.
Mejorar lo humano
Había otro elemento que hacía a Brodey muy singular entre sus pares: mientras que los expertos en informática de la época veían la IA como una herramienta para aumentar a los humanos –y a las máquinas les tocaba el trabajo sucio para estimular la productividad–, él apuntaba a mejorar lo humano, un concepto que iba bastante más allá de la mera productividad (5). La distinción entre estos dos paradigmas es sutil, pero crucial. El aumento es cuando uno usa el GPS del teléfono celular para orientarse en un terreno desconocido: eso permite llegar más rápido y fácilmente a destino. Pero la ganancia sigue siendo efímera. Sin esa muleta tecnológica, uno se encuentra más indefenso todavía. La mejora consiste en valerse de la tecnología para desarrollar nuevas (…)
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