En agosto de 2021, tras forzar la retirada de las fuerzas occidentales y conquistar las principales ciudades del país, los talibanes restablecieron su Emirato Islámico en Afganistán. Ganaron la guerra gracias a su administración paralela, caracterizada por una justicia menos corrupta que la impartida por el régimen apoyado por la coalición occidental (1), pero las rudimentarias instituciones que han creado no pueden responder a las necesidades de una población de 30 millones de habitantes, en pleno crecimiento demográfico y empobrecida por décadas de conflicto armado.
Antes de hacerse con la jefatura del Estado, los talibanes podían concentrarse en las cuestiones relacionadas con la justicia. En este ámbito, el simple hecho de hacerlo mejor que los gobiernos de Hamid Karzai y luego de Ashraf Ghani, cuya desidia era manifiesta, les garantizaba el favor popular (2). Pero la estrategia insurreccional, que consistía en ignorar los numerosos problemas políticos, sociales y económicos para los que no tenían respuestas, ya no es posible. Actualmente, los afganos no solo necesitan a los líderes del movimiento para resolver disputas por la tierra o para denunciar robos o asesinatos, la población también les reclama políticas que satisfagan sus necesidades básicas: alimentar a sus familias, escolarizar a sus hijos, recibir atención médica o conseguir un empleo. Todas estas son cuestiones que los líderes afganos habían desatendido hasta la fecha. Por ello necesitan nuevos planteamientos. Sobre todo, porque ahora ya no ejercen el control solo sobre zonas rurales, donde su ideología conservadora y patriarcal encontraba una respuesta favorable, sino también sobre zonas urbanas y la región chií de Hazarajat, lugares particularmente reacios a su regreso al poder.
Los talibanes están implantando su nuevo régimen en un país exangüe tras cuarenta y tres años de guerra y dos décadas de gobiernos corruptos y nepotistas. La intervención internacional más importante de la historia apenas ha traído infraestructuras, ya que tres cuartas partes de los fondos desembolsados pasaron por Afganistán para luego volver a los países occidentales a través de dispositivos de subcontratación en cadena así como de la facturación de los costes operativos. En cuanto a la mayor parte del dinero realmente gastado en el país, gran parte fue malversada por los potentados del régimen. En vísperas de la toma de Kabul (15 de agosto de 2021), el presupuesto del gobierno de Ghani, equivalente a 6000 millones de dólares, continuaba dependiendo en gran medida de la ayuda internacional, y buena parte de los servicios esenciales estaban cubiertos por proyectos de cooperación internacional y de organizaciones no gubernamentales (ONG) financiados por países occidentales.
En este contexto, los talibanes se esfuerzan por mantener en funcionamiento una Administración diezmada, recurriendo a los ingresos aduaneros, en gran medida malversados en décadas anteriores. También están asegurándose de que el pequeño comercio pague algunos impuestos (antes ignorados). Por último, han aumentado los gravámenes sobre el tráfico de camiones, las recargas telefónicas y las exportaciones de carbón con destino a Pakistán. En un contexto de interrupción de la ayuda internacional, las nuevas autoridades consiguieron hacerse con un presupuesto equivalente a 2600 millones de dólares en 2022, es decir, 2,5 veces inferior al de los años precedentes. Aunque en septiembre de 2021 los talibanes mantuvieron en sus puestos a la mayoría de funcionarios, luego se han visto obligados a despedir a muchos por falta de fondos para pagarles las nóminas.
Así pues, el Estado se ve limitado a sus funciones administrativas justo en el momento en que una hambruna histórica asola el país. Esta era de prever, habida cuenta de las sucesivas sequías de los últimos años. El 95% de los afganos vive ahora por debajo del umbral de la pobreza y la mitad de la población es incapaz de alimentarse adecuadamente. A todo ello hay que añadir el fuerte deterioro de la enseñanza y la sanidad, los dos únicos ámbitos en los que la intervención occidental había aportado avances significativos. Los talibanes no han llegado a elaborar nunca políticas reales en torno a estas cuestiones, a pesar del entusiasmo de la población afgana por las escuelas y las clínicas. Durante la guerra, la presión popular era tal que el movimiento talibán dejó finalmente de atacar estas infraestructuras a finales de la década de 2000. Es más, los talibanes permitieron que los donantes occidentales financiaran escuelas y clínicas en los territorios bajo su control, conformándose con plantar su bandera en la entrada e imponer algún cambio en el equipo de dirección. Ahora que están en el poder, tienen que suplir la marcha de las organizaciones vinculadas a los países occidentales, a pesar de que ni la educación ni la sanidad ocupan un lugar destacado en su lista de prioridades.
Obligados a (…)
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