Antigua encrucijada donde “las civilizaciones se amontonaron unas sobre otras”, como dijo el historiador Fernand Braudel (1), así es el Mediterráneo: una condensación de pasiones entre las orillas septentrionales y meridionales, israelíes y palestinos, chiitas y sunitas, árabes y africanos; una cuenca cerrada rodeada por una veintena de Estados; el 8% del espacio marítimo mundial por donde pasa una cuarta parte del comercio mundial y dos tercios de los flujos energéticos hacia los países europeos. Es un mar surcado por tubos y cables submarinos, un corredor entre el Atlántico (a través del estrecho de Gibraltar), el océano Índico y el Pacífico (a través del canal de Suez y el mar Rojo), y el mar Negro (a través del estrecho del Bósforo). Jean- Michel Martinet analiza la situación como una “multipolaridad caótica sin precedentes”, sobre la cual se encienden una lucha de poder, un juego de fuerzas y un foco de crisis múltiples. El investigador asociado a la Fundación de Estudios Estratégicos para el Mediterráneo (FMES) la considera “a la vez un puente y un amortiguador entre dos mundos: los países de la orilla norte –ricos, posmodernos, con poblaciones envejecidas– y los países de la orilla sur, enfrentados a dificultades económicas, demográficas, sociales y políticas” (2).
Un espacio en disputa
“El Mediterráneo ha pasado de ser un espacio compartido a un espacio en disputa”, señalaba el documento informativo elaborado justo antes de la invasión de Ucrania por los diputados franceses Jean-Jacques Ferrara y Philippe Michel-Kleisbauer, que identificaban varios focos de tensión (3): estrategias y rivalidades de poder (Rusia, Occidente, China), lógicas de “denegación de acceso” (Rusia, Siria y Turquía) (4), desafíos al statu quo de conflictos “congelados” (Chipre, Sahara Occidental), réplicas interminables de la guerra civil libia en los países del Sahel (Mali, Burkina Faso, Níger). Desde entonces, las cartas se han barajado de nuevo: el conflicto entre Rusia y Ucrania hace estragos en Europa del Este y a orillas del mar Negro, que tiene como única salida el Mediterráneo; la quinta guerra en Gaza; una Armenia discretamente amputada; una inseguridad alimentaria y energética exacerbada. Estas “capas se amontonan, los bucles se contraen, los conflictos se aceleran e incluso se vuelven histéricos”, analizó Xavier Pasco, Director de la FMES, en los Rencontres Stratégiques de la Méditerranée (RSMed) celebrados en Tolón el pasado mes de noviembre.
La guerra en Ucrania marca “también una ruptura en el Mediterráneo”, señala el almirante Pascal Ausseur. Xavier Pasco destaca el gran resentimiento, y a veces el odio, que existe hacia Europa. Un número creciente de habitantes de África y Medio Oriente ven a las naciones del Viejo Continente como “belicistas que aplican dobles estándares a los refugiados y son responsables de la hambruna que se está gestando”. “La guerra de la información está en su apogeo y estamos a punto de perderla” afirma, al tiempo que recomienda “contrarrestar las nocivas narrativas rusas, chinas y turcas”. Un enfoque que, evidentemente, sería más fácil de aplicar si el uso desinhibido de la fuerza y las transgresiones del derecho internacional no hubieran marcado las acciones de Estados Unidos en la ex Yugoslavia, Irak, Afganistán, y demás países, de China en el mar de China, de Rusia en Georgia y ya en Ucrania, de Francia y Reino Unido en Libia, de Azerbaiyán en el Cáucaso y de Turquía en el Mediterráneo oriental.
Zonas exclusivas
Además de las secuelas en el mar Negro por la invasión rusa de Ucrania y las consecuencias en el mar Rojo de la guerra de Gaza, los riesgos se multiplican en esta pequeñísima zona mediterránea: nuevos enfrentamientos entre Grecia y Turquía (acciones en los islotes, apresamiento de buques de exploración o explotación de gas, estatuto de la autoproclamada República Turca del Norte de Chipre); repetidos incidentes entre Israel e Irán (ataques aéreos, escaramuzas en tierra o mar); una escalada israelo-libanesa, a través de Hezbolá; una posible desestabilización de los regímenes de Egipto y Túnez; un agravamiento de la tensión entre Marruecos y Argelia por el Sahara Occidental; una reanudación de la guerra interna en Libia, semillero del yihadismo regional; ataques o sabotajes de cables submarinos u oleoductos; una utilización de la emigración con fines políticos (como en Turquía); disputas sobre la delimitación de las aguas.
La tendencia a cuestionar las fronteras marítimas preocupa especialmente a los países de ribera norte, que cuentan con armadas acostumbradas al libre uso de la “alta mar” y que han mantenido una relación de uso con los océanos durante varios siglos, pero cuyo terreno de juego se está reduciendo. La Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (CNUDM), que entró en vigor en 1994 en Bahía Montego, estableció zonas económicas exclusivas (ZEE) de doscientas millas náuticas (370 kilómetros) de ancho –una concesión a los Estados litorales, sobre todo a los países del sur, que esperaban sacar provecho de los recursos de esas aguas (5)–. Por otra parte, garantizaba la libre circulación marítima en estas zonas, incluso para los buques de guerra, incluso en aguas territoriales (doce millas náuticas), con sujeción al “paso inocente”.
Tensiones históricas
Este equilibrio se cuestiona cada vez más. Algunos Estados costeros del Mediterráneo intentan maximizar sus zonas marítimas y limitar los derechos de países terceros. Poco a poco van dando a sus ZEE un estatus tanto político como económico, recurriendo a medidas militares para “denegar el acceso”, introduciendo permisos o peajes, construyendo parques eólicos o plataformas petrolíferas, creando zonas marinas reservadas etc. aunque se mostraron reticentes a suscribir la Convención de Bahía Montego, las grandes naciones marítimas se han comprometido ahora con este “buen compromiso”, y a defenderlo en un momento en que “el derecho del mar se ha convertido en una ley de control”, según los autores de un amplio estudio sobre la “territorialización de las zonas marítimas” (6).
En el Mediterráneo occidental, por ejemplo, Argelia ha establecido sin negociación una ZEE que no tiene en cuenta los derechos generados por Cerdeña en la costa italiana y por las islas Baleares para España. En Levante, una combinación de tensiones históricas, ambiciones de dominio regional e intereses económicos hacen aún más delicada la cuestión de las delimitaciones marítimas, al punto que Jean-François Pelliard, consultor de la FMES, habla de una “territorialización desenfrenada”. En nombre de una doctrina de “patria azul”, proclamada en 2019, Turquía –que no ha ratificado la Convención de Bahía Montego– reivindica una zona marítima exclusiva de 462.000 km2, invocando el Tratado de Lausana de 1923, según el cual el mar Egeo debe permanecer abierto a sus dos orillas. Ankara contradice así los derechos reivindicados por Grecia y Chipre, signatarios del Tratado sobre el Derecho del Mar. Las campañas de exploración de gas, realizadas bajo la protección de buques de guerra turcos, han dado lugar a incidentes. Mientras el presidente Recep Tayyip Erdoğan amenaza periódicamente con invadir las islas griegas más cercanas a su costa, donde están estacionados soldados de Atenas, Grecia despliega medios militares durante maniobras como “Relámpago”, en enero de 2023.
Acuerdo inesperado
Turquía, el único Estado del mundo que reconoce la República Turca del Norte de Chipre, políticamente aislada, se siente agraviada. A cambio de apoyo militar a la facción de Trípoli, en Libia, obtuvo en 2022 la firma de un acuerdo bilateral sobre la delimitación de las aguas más favorable a sus puntos de vista, pero que sigue ignorando las reivindicaciones griegas y chipriotas. En el sudeste del Mediterráneo, donde pronto se explotarán los grandes yacimientos de gas descubiertos en los últimos años, Israel y Líbano llegaron en noviembre de 2022 a un acuerdo inesperado, a pesar de estar oficialmente en (…)
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