La costanera está llena de gente paseando. Las jóvenes están de punta en blanco; la mayor parte de las mujeres visten un hiyab, a veces a la última moda: verde cobrizo o imitación de piel de lagarto. Los potentes botes inflables a motor, sobrecargados con familias completas, dibujan figuras alrededor de los ferris, desde donde escapa la estruendosa música de las estrellas egipcias Amr Diab o Akram Hosny. Muñecas, reproducciones de AK47 y grandes sables made in China: los vendedores de juguetes para niños generan ganancias. Podría ser cualquier país árabe; sin embargo, es San Juan de Acre, en el norte de Israel, en un día de Eid al-Fitr, que marca el final del Ramadán. A 200 kilómetros los gazatíes están bajo las bombas. Aquí se corre, se juega, se ríe, se grita.
El giro represivo de Netanyahu
Cerca de un ciudadano israelí de cada cinco, es decir, 2,04 millones sobre un total de 9,66 millones, es árabe (1). Los ataques del 7 de octubre exacerbaron los contrastes y las paradojas de la situación que viven los miembros de esta comunidad, que a menudo se definen como “israelíes por ciudadanía, pero palestinos por identidad”. Algunos de ellos, en su mayor parte beduinos, fueron asesinados o tomados como rehenes durante los raides de Hamas. Otros desempeñaron un rol decisivo durante los rescates (2). Sin embargo, su malestar es grande frente a la guerra contra Gaza –donde muchos tienen familia–, financiada con sus impuestos.
Cabría pensar que los árabes israelíes – denominación oficial, pero muchos de ellos prefieren la expresión “palestinos de Israel”– se movilizarían por sus hermanos que viven en el enclave, como sucedió durante la segunda Intifada en el 2000 o durante el levantamiento de mayo de 2021. Pero, de hecho, no sucedió. “Por supuesto quisimos manifestarnos, pero nos lo impidieron –sostiene Aida Touma-Suleiman, diputada de San Juan de Acre y miembro del partido Jadash (comunista)–. Nos reunimos veinticinco dirigentes para marchar a Nazaret. Los autos de policía bloquearon nuestra marcha desde la entrada de la ciudad y seis de nosotros fueron arrestados”. A veces denunciados por sus colegas judíos, cientos de ciudadanos árabes fueron detenidos por las fuerzas especiales de la policía, interrogados, puestos bajo vigilancia o incluso encarcelados sin proceso por haber subido a las redes sociales críticas contra el gobierno, un extracto del Corán, un llamado a rezar o fotos en solidaridad con los gazatíes. A pesar de su inmunidad parlamentaria, Touma Suleiman, violentamente atacada por la extrema derecha, fue excluida de la Knéset [el cuerpo legislativo] durante dos meses por haber –dice– “citado testimonios de médicos del hospital de Al-Shifa acerca del bombardeo al hospital, la muerte del personal médico y el olor a fósforo en el aire”.
Los del 48
En Haifa, Assaf Adiv, director ejecutivo del sindicato MAAN, que tiene afiliados árabes y judíos, busca explicar la relativa pasividad: “Por empezar, tienen miedo. Además, la mayoría de los miembros de la comunidad árabe considera que Hamas es una fuerza importante para los palestinos de Gaza y de la Cisjordania ocupada, pero no tienen ganas de perder su ciudadanía israelí y las consiguientes ventajas”. Setenta y cinco años después de la fundación del Estado israelí, “los del 48”, uno de los sobrenombres de los descendientes de los 160.000 palestinos que se quedaron en su tierra, hoy por hoy son diez veces más numerosos. Y, para entender mejor por qué su existencia tiene peso en el futuro del país del cual son ciudadanos se impone volver al pasado.
En 1948, ante la estrategia de terror llevada a cabo por las fuerzas israelíes, unos 700.000 palestinos huyeron o fueron expulsados de su tierra natal. “Dos de los hermanos de mi abuelo murieron durante la guerra de 1948. Él partió hacia Jordania, aunque pudo volver muy rápido, pero sus tierras ya le habían sido confiscadas”, cuenta un militante de Galilea que prefiere guardar el anonimato en este período ultrasensible. El escritor y diputado palestino Émile Habibi recuerda este éxodo masivo, la Nakba (“catástrofe” en árabe), como un “acontecimiento que vació nuestras almas, borró los recuerdos de nuestra memoria y desdibujó los contornos de nuestro mundo”. El “miedo a que se repita no nos abandona nunca; no pasa un solo día sin que pensemos en ello”, revela Basheer Karkabi, un prestigioso cardiólogo de Haifa. En la vida cotidiana, incluso determina el comportamiento de los árabes israelíes. La sensación de que las autoridades de Tel Aviv nunca quisieron la igualdad entre los ciudadanos sigue estando.
Por supuesto, la Declaración de Independencia pronunciada por David Ben Gurión el 14 de mayo de 1948 afirma que “el Estado asegurará la completa igualdad de derechos sociales y políticos a todos sus ciudadanos, sin distinción de credo, raza y sexo”. De hecho, aunque los que huyeron o fueron expulsados en 1948 tienen prohibido regresar a su patria y, a diferencia de la población judía, los árabes israelíes vivieron bajo una administración militar hasta 1966, pueden votar y presentarse a las elecciones. La Corte Suprema –a la que pueden recurrir todos los ciudadanos– protege esos derechos. Por lo demás, el nuevo Estado reconoce al árabe como idioma oficial. Cada comunidad posee además, como bajo el Imperio Otomano, su propia jurisdicción para las cuestiones civiles (matrimonios, sucesiones y divorcios) y religiosas –lo cual, en los hechos, divide a la población árabe, compuesta por musulmanes (83%), drusos (9%) (sometidos a la conscripción, a diferencia de los otros) y cristianos (8%)–.
En 2018 ocurrió un giro legal cuando el primer ministro Benjamin Netanyahu hizo aprobar una Ley Fundamental que define a “Israel como el Estado-nación del pueblo judío”. Desde entonces, el espíritu “igualitario” de la Declaración de 1948 parece haber sido destruido. “Desarrollar los asentamientos judíos” se convirtió en una causa nacional a promover. El idioma árabe, hasta entonces oficial, ya no tiene más que un simple “estatus especial”. Cuando se recurre a la Corte Suprema, esta convalida esas disposiciones. Según ella, la ley no desconoce el principio de igualdad, en tanto no elimina ningún derecho de los no judíos.
Supremacía radical
De todos modos, su adopción incitó a los árabes israelíes a unirse al “Levantamiento por la Dignidad” de mayo de 2021. Nacido en Jerusalén, el movimiento se propagó por los territorios ocupados y las ciudades mixtas de Israel. En primera línea, Lod, al sudeste de Tel Aviv. Dos manifestantes árabes fueron asesinados, así como uno judío. Se decretó el estado de emergencia en esa ciudad de 83.000 habitantes, entre los cuales el 30% es de origen palestino. Fue un punto de inflexión, en opinión de Fida Shehade, consejera municipal durante cinco años y testigo de la “radicalización de los judíos supremacistas de derecha, armados por su ministro Ben Gvir [a cargo de la seguridad nacional], que incrementan los abusos, incendian nuestras casas y nuestros autos en un contexto de corrupción y tráfico de drogas y de armas”. Esos extremistas tienen como misión “judaizar” la ciudad con el refuerzo de colonos provenientes de la Cisjordania ocupada. Marginada en el equipo municipal, Shehade decidió no volver a presentarse en las elecciones locales de febrero de 2024. Y, por precaución, instaló ocho cámaras de seguridad alrededor de su casa.
Sin embargo, como feminista, no renunció a involucrarse. Hoy por hoy prioriza la militancia conjunta contra el “sistema patriarcal dominante”. En efecto, dice haber “perdido la esperanza a causa de los hombres árabes que no se involucran lo suficiente en la política”. Ahora bien –destaca–, “si no se puede hablar de política, se habla de religión”. Desde hace al menos diez años, “el tema islámico penetra cada vez más en el nacionalismo palestino”, confirma Semaan Ihab Bajjali, sacerdote ortodoxo griego de la Iglesia de la Anunciación de Nazaret. Fundado en 1971, el Movimiento Islámico cuenta hoy con dos ramas que se disputan el favor de la comunidad. La primera, el Movimiento Islámico “del Norte”, rechaza un sistema político dominado por los (…)
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