Hubo un tiempo en que nuestros dirigentes miraban poco al otro lado de la Tierra; allí donde el océano está en todas partes. Pero la aparición de nuevos retos económicos y de seguridad ha cambiado súbitamente la situación. Desde hace una veintena de años, en una suerte de reorientación de las relaciones internacionales hacia el lado marítimo del planisferio, el concepto de Indo- Pacífico se impuso o reapareció con una nueva significación. El primer ministro japonés lo utilizó durante un discurso frente al Parlamento indio en 2007; Australia, Indonesia y EE.UU. lo integraron a su estrategia de defensa entre 2013 y 2017; Francia se ha dado a sí misma, en 2019, una estrategia de defensa en el Indo-Pacífico, fundada en la presencia, entre el Océano Indico y el Pacífico Sur, de siete de sus doce comunidades de ultramar (1).
Desde entonces, el Indo-Pacífico no ha dejado de ganar importancia, hasta llegar a ser un eje crucial en la política exterior de los protagonistas de la guerra de influencias que atraviesa la región. Más allá de la multiplicación de visitas oficiales, Washington ha anunciado, solamente en el curso del año 2023, el fomento de un diálogo tripartito en el Indo-Pacífico con Tokio y Seúl, un proyecto de consolidación de su presencia militar en Filipinas, la firma de un acuerdo de seguridad con Papúa-Nueva Guinea –que se hizo eco de un acuerdo alcanzado un año antes entre China y las Islas Salomon–, la apertura de una nueva embajada en Tonga, la reapertura de la sede en las Salomon y el proyecto de nuevas representaciones diplomáticas en Kiribati y en Vanuatu. Por su lado, el presidente francés Emmanuel Macron, también en 2023, visitó Nueva Caledonia, Vanuatu, Papúa-Nueva Guinea, pero también Sri Lanka, Bangladesh, India, Japón y China. En diciembre, la visita a Australia de Catherine Colonna, entonces ministra de Relaciones Exteriores, debía relanzar la cooperación con Camberra –después de que Australia hubiera roto, en el 2021, un contrato para la compra de submarinos con el grupo francés Naval Group– mientras que el Ministerio de Relaciones Exteriores anunciaba la apertura de una embajada en Samoa (2).
Si esta escalada es relativamente reciente, hace ya largo tiempo que los representantes de las islas oceánicas –el corazón del eje estratégico señalado– buscaban hacerse escuchar en el seno de los organismos internacionales para visibilizar a quienes fueron los primeros en sufrir todo el peso de los efectos de la crisis climática. No tanto para ser considerados un trozo de tierra víctima de los apetitos territoriales de las grandes potencias, sino para que se las reconozca, en su justa medida, como naciones insulares expuestas a un peligro sin precedentes. Y, de hecho, los impactos del cambio climático –el desplazamiento de los bancos de peces, la acidificación de los océanos, las sequías, el agravamiento de los fenómenos meteorológicos extremos y el ascenso del nivel de las aguas– constituyen la principal amenaza a la seguridad de la región. Un peligro de naturaleza existencial.
Los más comprometidos son los países atolianos, cuyo territorio está compuesto por formaciones coralinas de baja altitud, de rígidas porciones de tierra en las que no existe ningún lugar alto donde refugiarse. A excepción de las Maldivas, en el Océano Índico, esos territorios se sitúan todos en Oceanía. Se trata de Kiribati, las Islas Marshall, Tuvalu y Tokelau –un archipiélago autónomo de Nueva Zelanda–. La base terrestre de estos Estados probablemente será inhabitable antes de verse sumergida. Sin ser amenazados directamente de desaparición, los territorios de otros numerosos Estados de la región podrían sufrir alteraciones sustanciales.
Los Estados náufragos
En Oceanía, no todas las poblaciones implicadas gozan del mismo grado de seguridad en cuanto a las opciones de retirada de que disponen. Según los territorios de donde provengan, los isleños del Pacífico pueden (o no), por elección o por obligación –y sin que eso pueda ser considerado como una respuesta satisfactoria a la crisis climática– migrar hacia tierras (…)
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