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“Nuestro líder, mi héroe, ese gladiador”

¿Trump tendrá su revancha?

La aparición de Kamala Harris en la campaña presidencial estadounidense no garantiza el fracaso de su rival republicano. Las críticas que se le hacían han perdido su antiguo impacto. Cuenta con un electorado que le ve como el paladín de un pueblo despreciado por una élite progresista. Y en un partido unido que le celebra diga lo que diga y haga lo que haga.

El ex presidente Donald Trump odia las sorpresas si él no es el autor. Sobre todo, si le hacen perder plata: “Gastamos 100 millones de dólares para competir con Joe el Torcido y, de repente, deciden sacarlo y poner a otra persona en su lugar”.

No fue la única sorpresa del verano. En menos de un mes, entre el 27 de junio y el 21 de julio, un debate televisado entre los dos candidatos principales “reveló” el extremo cansancio del presidente Joseph Biden; Trump se salvó de un intento de asesinato; los líderes del Partido Demócrata obligaron a su candidato oficial, que había ganado todas las elecciones primarias, a retirar su candidatura en favor de la vicepresidenta, aunque las encuestas de ese momento indicaban que era más impopular que él. Pero eso también iba a cambiar en pocas horas: Kamala Harris, considerada oportunista e hipócrita, se volvió radiante y alegre. Los demócratas recordaron entonces que el himno de su partido, heredado del New Deal, era “Happy days are here again” (“Volvieron los días felices”).

Sin embargo, del 15 al 18 de julio, el paraíso fue de dominio exclusivo de sus adversarios, reunidos en convención en Milwaukee, Wisconsin. En ese momento, el diario The New York Times, que se volvió militante del Partido Demócrata, analizaba con tristeza la situación: “Republicanos unidos detrás de Trump, tiburones alrededor de Biden”. De hecho, el ex presidente, no contento con haber aplastado a su sucesor en un debate que, paradójicamente, éste último había pedido, también logró que quedaran en el olvido sus condenas judiciales al sobrevivir a un atentado el 13 de julio. Ensangrentado, se levantó y con el puño en alto sobre un fondo de cielo azul y bandera estadounidense, entonó “Fight, fight, fight”. Ya poco propenso a la modestia y muy atento al impacto de las imágenes, el nuevo combatiente supremo de la derecha estadounidense esperaba, por lo tanto, que durante toda la convención de su partido los militantes lo reverenciaran. Y así lo hicieron.

Hace ocho años, Trump insultó a la esposa de Ted Cruz, su oponente republicano de ese momento, cuando la calificó de fea y de vendida al banco Goldman Sachs. Para arreglar las cosas, también aseguró que el padre del senador texano había estado involucrado en el asesinato de John Kennedy. Cruz notificó a los delegados el perdón definitivo a semejantes ofensas articulando las primeras palabras de su discurso en Milwaukee con una solemnidad teatral: “¡Dios bendiga a Donald J. Trump!”. Por lo general, el candidato victorioso no participa en las primeras jornadas de la convención para hacer una entrada dramática poco antes de aceptar su designación. Nada de eso sucedió con Trump, quien no cumple ninguna regla. Él estuvo presente cada noche, con la oreja vendada, para saborear los elogios que le hacían, incluidos los de, al menos, cinco miembros de su familia. El atentado al que acababa de sobrevivir coronó su personaje de perseguido –por los demócratas, los medios, el fisco, la justicia y, ahora, por ese extraño tirador del que había sido mal protegido–.

De ahí surgió el discurso general: mientras que Trump podría haber aprovechado su fortuna y dedicarse a su familia, eligió, a riesgo de sacrificarse, velar por el destino de sus conciudadanos y, protegido por Dios, continuar luchando por Make America Great Again (MAGA, su sigla de cabecera) [Haz América grande otra vez]. La directora de la exitosa campaña de 2016, Kellyanne Conway, insistió en la abnegación de su ex jefe: “Es un multimillonario que podría jugar al golf todos los días en un complejo de su propiedad. No necesitaba ser presidente, pero nosotros sí lo necesitamos a él”. Por su parte, Eric Trump resumió la vocación de su padre: “Decidió renunciar a la comodidad de un imperio financiero. Sabía que el costo iba a ser enorme”.

La elección del senador de Ohio, James David (“J. D.”) Vance, como compañero de fórmula, ¿significa que Trump designó a su heredero para asegurarse de que la metamorfosis que impuso dentro del Partido Republicano perdure más allá de él? Es lo que teme el Wall Street Journal: “Vance, al igual que Trump, está a favor de fronteras más herméticas, de una política exterior más aislacionista y de una intervención del Estado en la economía. Retomó el mensaje anti establishment de Trump y, en su discurso en Milwaukee, arremetió contra Wall Street”. El propio Trump se ha jactado abiertamente de haber librado a su partido de “los chiflados, los neoconservadores, los globalistas, los fanáticos de la apertura de fronteras y los imbéciles”.

¿Se deshizo de ellos o se convirtieron? A pocos pasos del escenario de la convención, se lo preguntamos a Levante Teague, representante de Florida, quien admitió sin dudar: “Me gustaban mucho los Bush, George W. y su hermano Jeb [ex gobernador del estado, a quien Trump aplastó en las primarias de 2016]. ‘W’ fue uno de nuestros mejores presidentes. Pero Irak fue una mala guerra, Bush hizo lo que pudo con las cartas que tenía”. Ahora, Teague está alineado a la política de America first [América primero], que Trump y Vance defienden con fervor: “En Ucrania hicimos todo lo posible. Dimos mucho y no obtuvimos gran cosa”.

Movilizar al proletariado blanco

Unos días después en Alabama, Perry Hooper nos describió su propia epifanía política. Tan expresivo como entusiasta, ha participado en siete convenciones republicanas. La primera en 1984, a los 24 años. Su héroe de ese entonces se llamaba Ronald Reagan. Luego, apoyó a George Bush, padre e hijo, a John McCain y a Mitt Romney. Posteriormente, todos ellos se negaron a apoyar a Trump, incluso contra Hillary Clinton o Joe Biden. Hooper evitó criticarlos, pero predijo un terremoto electoral para su nuevo campeón, con quien se ha topado varias veces desde su conversión política, que se remonta a 2016, cuando una persona con quien tenía un vínculo comercial le recomendó leer The Art of the Deal (El arte de la negociación), el best seller del promotor neoyorquino de ese entonces. Unos años más tarde, Hooper apoyó una resolución del Parlamento de Alabama que proclamaba que “Donald J. Trump fue el mejor presidente en la historia de Estados Unidos”. ¿Cómo puede justificarse una afirmación así cuando un panel de historiadores estimó que fue el peor? Para hacerlo, enumeró: “La inmigración, la economía, el muro, la reducción de las regulaciones, los tratados de paz, los Acuerdos de Abraham sobre Medio Oriente, los tres jueces nombrados en la Corte Suprema”. Al final, agregó, emocionado: “Lo que más le importa es el trabajador estadounidense. No es un republicano del establishment. Es un conservador populista. Es multimillonario, pero cuando iba a su oficina a las cinco y media de la mañana, se sentaba durante más de media hora a hablar con la primera persona que veía, que era quien barría la calle o trabajaba en el subsuelo del edificio que acababa de construir”. En ese momento, Hooper, abogado y lobbista, está recaudando fondos para la campaña de Donald J. Trump.

Los republicanos están seguros de algo: los estadounidenses no odian a los ricos cuando les hablan con sencillez, sin darles lecciones. Por lo tanto, siempre van a preferir a un promotor inmobiliario fanfarrón antes que a un profesor universitario sermoneador. Hoy por hoy, esta apuesta antiintelectual, basada en el apego de los demócratas a los expertos y a la “Economía del Conocimiento”, echa luz sobre las estadísticas electorales. En 1980, 76 de los 100 condados que contaban con la mayor proporción de graduados universitarios votaron a Reagan. En 2020, 84 de esos 100 condados eligieron a Biden.

Los universitarios tienen cada vez más peso en la población, al igual que los extranjeros. Por eso, los estrategas republicanos recomendaron a su partido que corteje más a las clases medias instruidas, en particular a las mujeres, y que moderen la escalada de su retórica antiinmigrante. Semejante estrategia iba en contra de todas las preferencias de Trump, quien decidió hacer lo contrario, es decir, movilizar al proletariado blanco (principalmente masculino) desencantado con la política y atacar, al mismo tiempo, la “carnicería estadounidense” (provocada por la desindustrialización y el libre comercio), la inmigración (que Trump asocia con la criminalidad, el tráfico de drogas y también con una tendencia a la baja de los salarios) y las “guerras sin fin” (que exigen los periodistas y los think tanks neoconservadores, pero también los progresistas, siempre ansiosos de jugar a los justicieros en el extranjero, ya que son los proletarios los que se exponen en el campo de batalla). Los expertos e intelectuales también están en la mira, no sólo porque se los considera responsables de esas decisiones calamitosas (mundialización, inmigración, guerras), sino también por el inmenso desprecio que manifiestan ante los “deplorables” y los mediocres que desafían su hegemonía. Esta última exige, además, la demolición de los “valores tradicionales” en nombre de una “corrección política” que feministas, periodistas y artistas decidieron imponer a toda la sociedad, incluidos los niños. Así perciben los republicanos a los demócratas, esa es la idea que tienen y combaten.

El problema de esa imagen, la de un Estados Unidos que, si no está Trump al mando, se transforma en una “república bananera”, es que la conocemos de memoria y, después de ocho años, resulta inevitable que haya perdido frescura. Sin embargo, su autor se aferra a ese relato apocalíptico que difunde de congreso en congreso, durante peroratas interminables cuya única línea directriz parece ser la celebración de su genio o de su balance como presidente. “¿Fue demasiado largo?”, preguntó Hooper sobre el discurso de 92 minutos –un récord histórico– en la convención. “Estoy de acuerdo con ustedes, pero... Donald Trump es Donald Trump y no voy a cuestionar nada de lo que hace”, concluyó.

Machismo desenfadado

Desde que su campaña empezó a derrapar, se le sugirió al candidato republicano que fuera más positivo, que hiciera propuestas y que dejara de pretender que Harris era “estúpida”, “loca” o que su forma de reír era una señal de sus “grandes problemas”. Ann Bennett, una militante republicana de (…)

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Serge Halimi

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