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Octubre, tiempo de revisionismos

La historia frente a los manipuladores

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Javier Otero, Estadios paralelos I (Pastel seco sobre papel), 2023
(Gentileza collectio-collectio.com)

La capitulación de Alemania estaba apenas firmada cuando el Instituto Francés de la Opinión Pública, el IFOP, ya les preguntaba a los franceses: “¿Cuál es, según usted, la nación que ha contribuido más a la caída de Alemania en 1945?” En esa época, en mayo de 1945, cada uno tenía en mente a los millones de soldados soviéticos caídos en el frente del Este, su rol decisivo en el debilitamiento del ejército nazi y el compromiso tardío de los americanos en el conflicto. El 57% de las personas interrogadas respondió que la URSS, contra solo el 20% por ciento, los EE.UU. Pero cuando en el 2024, el IFOP hizo la misma pregunta, las respuestas fueron inversas: 60% de los sondeos eligió a los estadounidense y el 25% a los soviéticos.

La memoria colectiva es una construcción que varía según las épocas, las relaciones de fuerza, los intereses del momento. Con el tiempo, Hollywood ha erigido a los Estados Unidos en salvador del planeta, con los films que celebran el heroísmo de los GI, desde El día más largo (1962) a Rescatando al soldado Ryan (1998), de Patton (1970) a Uno rojo, división de choque (1980) y decenas de otros. La URSS ha desaparecido; el Partido comunista francés, que contribuía a sostener la memoria del sacrificio soviético, colapsó. Y desde hace cuarenta años, el Estado celebra con gran pompa el desembarco en Normandía, para hacer de él el punto de inflexión de la Segunda Guerra Mundial.

Dimensión geopolítica

El acontecimiento sin embargo ha sido considerado por mucho tiempo como relativamente menor. El 6 de junio de 1949, por ejemplo, su quinto aniversario se resumió en una modesta ceremonia: un grupo local de corneta, dos chicas jóvenes depositando una corona de flores en la playa y algunos pocos bombarderos sobrevolando el lugar, lanzando ramos de flores y cohetes. Si el festejo tomó rápidamente mayor amplitud, ningún presidente americano consideró trasladarse hasta allí. En 1964, el mismo general De Gaulle se negaba a viajar a Normandía. “¿Ustedes querrían que yo fuera a conmemorar su desembarco, cuando fue el preludio de una segunda ocupación del país? No, no, ¡no cuenten conmigo! (1)” Todo cambia en 1984, en un contexto de endurecimiento de las relaciones americano-soviéticas. Entonces sincronizadas para coincidir con las emisiones televisivas matinales de los Estados Unidos, las conmemoraciones del 6 de junio tomaron un carácter espectacular y una dimensión geopolítica que no perdieron nunca más. François Mitterrand invitó entonces a Ronald Reagan, a Isabel II, al primer ministro canadiense Pierre-Elliott Trudeau, a Balduino I de Bélgica. El “mundo libre” mostró su unidad y se presentó como protector de la democracia. “Las tropas soviéticas que vinieron al centro de este continente no se fueron cuando la paz volvió –acusó Reagan en un tono ofensivo–. Ellas están todavía acá, sin haber sido invitadas, sin ser deseadas, sin descanso, cuarenta años después de la guerra”.

Desde entonces, cada celebración se convirtió en la ocasión de mandar un mensaje a través de la lista de invitados, el orden y el tenor del discurso, el desarrollo de los desfiles militares. El pasado 6 de junio, en el 80º aniversario, no menos de veinticinco jefes de Estado y reyes pisaron las playas de Normandía. El campo del Atlántico estaba completo. Por primera vez desde el fin de la guerra fría, ningún representante de Rusia fue invitado, ni siquiera un consejero de la embajada. “Rusia no fue invitada porque las condiciones no están reunidas, teniendo en cuenta la guerra de agresión que ella lleva a cabo contra Ucrania”, justificó el Elíseo. El presidente ucraniano, allí presente, fue largamente ovacionado por los 4.000 espectadores seleccionados. Mientras que Joseph Biden se jactaba del sacrificio de los soldados americanos –“la libertad vale la pena, la democracia vale pena, América vale la pena, el mundo vale la pena” –, Volodimir Zelensky se lanzó a hacer una comparación histórica sorprendente (2), en la que explicó “cómo el desembarco resuena en la lucha que la nación ucraniana lleva a cabo hoy”. Así Rusia, que destruyó la máquina hitleriana en Stalingrado, es subrepticiamente alineada con el régimen nazi.

Rol minimizado

Que las conmemoraciones ofrecen un espejo deformado del pasado, solo podría sorprender a un inocente. Estas sirven antes que nada para poner en escena un relato que corresponde a los intereses de aquellos que las organizan. Pero la reescritura de la historia de la Segunda Guerra Mundial es mucho más amplia. Ella toca también a los medios masivos, los manuales escolares, los museos y, en ciertos países, a las políticas públicas.

Rusia, desde hace tiempo, se ha acostumbrado a ver su rol minimizado en vista de la contribución norteamericana. Ella fue considerada desde ese momento, corresponsable, en un pie de igualdad con Alemania. Este discurso emergió primero en Europa central y oriental y en los países bálticos, gracias a la renovación de los movimientos nacionalistas de fin de los años 2000. En esos países, ocupados por los nazis, que fueran liberados por los soviéticos para después de la guerra quedar bajo la órbita de Moscú, se impuso la idea de una “doble ocupación”, primero por Alemania, después por la URSS, los “dos totalitarismos”. Para fijar este relato, fue necesario borrar bien las huellas del pasado y especialmente las que señalaban la victoria del ejército rojo o la colaboración con la ocupación alemana.

Retiro de monumentos

Desde 2007, Estonia decidió así destruir una estatua erigida en 1947 en el centro de Tallin en honor de los soldados soviéticos muertos en combate: se había hecho de ella el símbolo de la “ocupación soviética”. La minoría rusa protestó, la controversia degeneró en disturbios y el gobierno decidió contentarse con cambiarla de lugar. Este tipo de operaciones se transformó en moneda corriente. Desde hace quince años, se hicieron cientos de ellas en Bulgaria, en Hungría, en Letonia, en Polonia, en Rumania o en Ucrania. En el 2017, el gobierno polaco les daba doce meses a las autoridades locales para retirar todos los monumentos públicos “que rindan homenaje a personas, organizaciones, acontecimientos o datos que simbolicen el comunismo u otros regímenes totalitarios”. Al año siguiente, aprobó una ley para sancionar “la imputación falsa de crímenes contra la humanidad a la nación o al Estado polaco”. Prohibición de hablar de la (…)

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Benoît Bréville

Director de Le Monde diplomatique

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