Fue un quiebre cognitivo en nuestra propia autoconciencia como país. Para comprender lo sucedido hace cinco años, es necesario captar la totalidad de los hechos. Por eso es inevitable pensar que todo comenzó treinta años antes. Esa es la referencia obligada de esta historia reciente. Llegamos mal a la democracia. Salimos mal de la dictadura. Una policrisis comenzó a gestarse en la medida en que no asumimos esa condición inicial. Nos dirigíamos lentamente hacia la catástrofe. El libre mercado, el crecimiento económico y el progreso tecnológico, que en su momento se consideraban racionales, eficientes y emancipadores, contenían en su despliegue distorsionado un principio contrario. La pseudorracionalidad del neoliberalismo chileno engendró las condiciones para una “economía de guerra”, que colapsó ese viernes de octubre. Una economía que, humillada y confundida, sigue girando en estado zombi hasta el día de hoy.
Frente a la policrisis, el acontecimiento de octubre mostró que el fundamentalismo neoliberal de mercado ya no era sostenible. En consecuencia, surgió una creciente demanda por repensar radicalmente valores convencionales, como la libertad de mercado, el crecimiento económico eterno, la idea de mérito y la competencia. Sin embargo, esta demanda exigía una propuesta de transición, que fuera más allá del exceso de diagnóstico y avanzara hacia un cambio que, aunque no fuera copernicano, pudiera desviarnos de la tendencia al colapso sistémico en el que aún nos encontramos.
Asimismo, octubre representó un momento de crítica radical a las instituciones. La prolongada indignación acumulada justificaba una reacción popular como un momento normativo. Pero para que esa reacción fuera madura y sólida, no debía cristalizar en un populismo superficial. Lo popular implica un principio de reconstrucción institucional. El populismo, en cambio, es una energía política basada en el principio de placer, no de realidad. El populismo se nutre del mito de la reversibilidad de la historia, del nuevo comienzo o del eterno retorno a un pasado que nunca existió. El populista asume el narcisismo del héroe, del líder impoluto, incapaz de interiorizar el principio de realidad.
Esa energía populista de octubre también se vinculó a un concepto anarquista de lo político, donde el rechazo a la política institucional contrastaba con una referencia constante y necesaria a ella. Esta paradoja -una política anti-política- generó una forma particular de pensar que ayudó a tejer redes entre distintas corrientes, grupos y discursos, los cuales convergieron para otorgar su propio sentido al acontecimiento. Por un lado, se abrió la posibilidad de responder a un (…)
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