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La política estadounidense en Medio Oriente

Trumpismo, mesianismo y negocios

Aunque había prometido invertir el rumbo pro israelí de la diplomacia de Trump, Joseph Biden recuperó las principales orientaciones de su predecesor. Un modelo pergeñado por el yerno y consejero principal del presidente republicano, Jared Kushner, que tiró por la borda los Acuerdos de Oslo y excluyó por completo a los palestinos de las negociaciones.

Poco antes de la entrada en funciones de la administración Trump, en enero de 2017, el jefe de la diplomacia del presidente Barack Obama, John Kerry, estaba inquieto por la fragilidad del “proceso de paz” en Medio Oriente, habida cuenta de la proliferación de colonias a lo largo de Cisjordania. Y recordaba la posición oficial de la diplomacia estadounidense: “La solución de los dos Estados es el único medio de alcanzar una paz justa y duradera entre israelíes y palestinos. Es el único medio de garantizar el porvenir de Israel en tanto que Estado judío y democrático, en convivencia pacífica y segura con sus vecinos. Es el único medio de asegurar un futuro de libertad y dignidad al pueblo palestino. También permitirá defender mejor los intereses de Estados Unidos en la región” (1). Algunos días antes, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas había adoptado la resolución 2.334 que condenaba a las colonias israelíes en “los territorios palestinos ocupados desde 1967, incluida Jerusalén Este”. La resolución fue adoptada por 14 votos contra 0. Cosa rara, Estados Unidos se abstuvo, renunciando así al ejercicio de su veto. Sin embargo, desde los Acuerdos de Oslo en 1993, el número de colonos había pasado de 110.000 a 570.000, lo que solo podía entorpecer la creación de un Estado palestino viable y contiguo.

La creación de un Estado palestino al lado de Israel tenía que representar el resultado de los Acuerdos de Oslo, negociados en esa ciudad y firmados el 13 de septiembre de 1993 en el jardín de la Casa Blanca. Preveían negociaciones de paz directas entre Israel y los palestinos para poder alcanzar los últimos ajustes; dieron lugar, al año siguiente, a la atribución conjunta del Premio Nobel de la Paz a Yitzhak Rabin, primer ministro israelí, Shimon Peres, su ministro de relaciones exteriores y Yasser Arafat, presidente del comité ejecutivo de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Estos acuerdos establecieron un principio de mutuo reconocimiento entre Israel y la OLP y sentaron las bases de una autonomía palestina limitada, con la creación de la Autoridad Palestina y la división de Cisjordania y la franja de Gaza en zonas administrativas palestinas. Negociaciones ulteriores permitirían llegar a un acuerdo final sobre las cuestiones que quedaban en suspenso, especialmente el estatuto final de Jerusalén, de los refugiados palestinos y de las colonias israelíes.

El asesinato de Yitzhak Rabin por parte de Yigal Amir, un producto puro de la extrema derecha nacionalista religiosa, comprometería seriamente estos avances. El crédito de los procesos de paz descansaba, en gran medida, en la personalidad del primer ministro, ex general y halcón empedernido, capaz de tranquilizar a los más escépticos. Para retomar su fórmula fetiche: “Combatí el terrorismo como si no hubiera negociaciones, mientras negociaba como si el terrorismo no existiera”. Lo sucedió Shimon Peres quien, después de haber defendido durante muchos años una solución jordana al problema palestino, se había convertido en el adalid de una reconciliación histórica entre ambos pueblos pero, para sorpresa general, los laboristas perdieron por poco las elecciones de mayo de 1996, que tuvieron lugar en un clima de violencia y tensiones.

“Bibi el estadounidense”

El jefe del Likud, Benjamin Netanyahu, que no había dejado de atacar el principio de un Estado palestino, ni de acusar a Yitzhak Rabin de traición, se convirtió entonces en el primer ministro más joven (46 años) de la historia del país. Y también en el símbolo de la intransigencia política y la obsesión por la seguridad. Su padre, Benzion, había sido un colaborador cercano de Zeev Jabotinsky, fundador del sionismo revisionista que reivindicaba, desde la década de 1920, “el derecho del pueblo judío a todo su territorio, a ambos lados del Jordán”. Su hermano mayor, Jonathan, comandante de élite del ejército israelí asesinado en 1976 en el transcurso de una operación de liberación de rehenes en el aeropuerto ugandés de Entebbe, pasa por héroe nacional. El futuro primer ministro creó, tres años más tarde, el Jonathan Institute, consagrado a su memoria, que apadrinó grandes conferencias internacionales sobre el terrorismo, tema con el que se obsesionaría. Con el correr de los años, el Jonathan Institute insistirá una y otra vez en sus temas predilectos: al principio fue la OLP, “organización terrorista a sueldo de la Unión Soviética”, que constituía la principal amenaza para las democracias; luego Irán, “amenaza existencial para Israel”, tomó el relevo (2).

Las largas estadías de Netanyahu en Estados Unidos, primero como estudiante, después como diplomático –fue jefe adjunto de misión en la embajada israelí en Washington antes de convertirse en embajador de Israel ante la Organización de las Naciones Unidas (ONU)– permitieron, a quien es denominado “Bibi el estadounidense”, tejer poderosas redes políticas y financieras. Manejaba a las mil maravillas los hilos y códigos del sistema político del país donde había pensado instalarse por un tiempo. Ferozmente opositor a la idea de los dos Estados, sostuvo lo contrario, aunque a regañadientes, cuando se expresaba en inglés ante un público estadounidense. En una grabación secreta de una discusión con colonos de Cisjordania en 2001, se lo escucha recomendar paciencia: “sé lo que es Estados Unidos. Estados Unidos es algo que puede ser movido fácilmente, movido en la dirección correcta… nos van a dejar hacer”. Más vale entonces ignorar las críticas ocasionales de los responsables políticos estadounidenses ante la construcción de nuevas colonias en Cisjordania y Jerusalén Este, ilegales según el derecho internacional, “porque los estadounidenses terminarán por ceder o bien, como en general, por desinteresarse del asunto” (3).

En suma, el reflejo del doble discurso le permitió sostener todas las ambigüedades. En estas condiciones se entiende mejor la condescendencia de la derecha nacionalista y religiosa respecto de Hamas, un movimiento que encuentra sus orígenes en la confraternidad de los Hermanos Musulmanes. Desde la década de 1970, en nombre del principio “dividir para reinar mejor”, Israel entendió las ventajas que ofrecía la introducción de los islamistas en el juego político palestino, hasta entonces acerrojado por la OLP de Yasser Arafat, profundamente laico (4). Sobre la cuestión de los dos Estados, una alianza de hecho unió a Hamas con el Likud en una suerte de “frente de rechazo” frente a los acuerdos cerrados entre los laboristas y la OLP (5). Inmediatamente después de los Acuerdos de Oslo, en 1995 y 1996, los atentados asesinos de Hamas, ¿no torpedearon acaso el proceso de paz, favoreciendo el retorno al poder del Likud? Más tarde, cuando se trató de los intercambios de prisioneros, o de la autorización para realizar transferencias financieras vía Qatar, esta condescendencia no se desmintió. Sometido a un estado de sitio permanente, Hamas parecía estar fuera de juego. Sin embargo, como había predicho desde 2018 el historiador Jean-Pierre Filiu, detrás de las palabras tranquilizadoras se esbozaban las primicias de una catástrofe: “Este asedio, lejos de socavar el control de Hamas, le permite cuadricular mejor a la población de Gaza y controlar muy de cerca los túneles de contrabando con el Sinaí. Y las pesadas inversiones vinculadas con la perforación y el mantenimiento de dichos túneles solo pueden ser amortizadas mediante el tráfico, de fuerte valor agregado, de armamentos y explosivos. Así es como Netanyahu está creando en Gaza una verdadera bomba de tiempo, ya que el bloqueo favorece la dominación de Hamas y su militarización” (6).

El mecenas de Trump

La presidencia de Donald Trump modificaría profundamente el panorama. A lo largo de toda su campaña, el candidato republicano había sostenido palabras confusas y generalmente mentirosas. En junio de 2015, acometió contra un sistema “trucado” y dominado por el dinero, reivindicando su independencia: “No necesito el dinero de nadie. Uso el mío. No recurro a lobbistas. No recurro a donantes. Me dan lo mismo. Soy verdaderamente rico” (7). Así que solo él sería capaz de limpiar los establos de Augias. Interrogado sobre el conflicto palestino-israelí, afirmaba con énfasis su “neutralidad” (8).

Eso era sin contar con Sheldon Adelson, un “megadonante” que llevó una cierta coherencia a la política de Trump en Medio Oriente. Por entonces, este self-made man ultraconservador (murió en 2021) dirigía un emporio de casinos que iban desde Las Vegas hasta Macao, pasando por Singapur. Ya había oficiado de rey en Israel. En 2007, fundó un tabloide gratuito, Israel Hayom, reclutó a algunos periodistas conocidos y confió la dirección del medio a su segunda esposa Miriam, que es israelí. El éxito fue espectacular. El diario se convirtió en el de mayor circulación en el país. Gracias a un flujo ininterrumpido de editoriales dedicados a la gloria de Benjamin Netanyahu, facilitó su regreso al poder en 2009. Ahora bien, Adelson pretendió (…)

Artículo completo: 4 429 palabras.

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Ibrahim Warde

Profesor Asociado a la Fletcher School of Law and Diplomacy (Medford, Massachusetts).

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