
En 1956, la ciudad estadounidense de Dartmouth recibió a un grupo de matemáticos para el Dartmouth Summer Research Project on Artificial Intelligence, un seminario de investigación que instalaría el uso de la expresión para nombrar a aquellos sistemas que simulan la mente humana. John McCarthy impuso la fórmula para diferenciarse de Norbert Wiener y de los cibernéticos que, en esa época, concentraban la atención y los recursos asignados a la automatización de procesos industriales (1). Los seguidores de la conferencia de Dartmouth se basaban en la teoría económica liberal, a diferencia de los cibernéticos, grandes conocedores de los filósofos antiguos y de las ciencias de la vida. Para abordar su nuevo campo de estudio, postulaban de entrada que “la mente era algo ordenado, que vivía en el interior del cerebro individual y que seguía una lógica implícita y confiable, que podría ser modelizada de manera convincente por modos computacionales derivados de la observación de acontecimientos sociales” (2).
Los métodos de la IA están inspirados en la economía ortodoxa, extrapolando en particular los comportamientos humanos a partir de un modelo de individuo racional y calculador. Herbert Simon, uno de los pioneros, y economista, se basó en los estudios de Adam Smith sobre la administración y los procesos de toma de decisiones para orientar los fundamentos de lo que se convertiría en el “paradigma simbólico” de la inteligencia artificial: el diseño de sistemas que asocian series de reglas de decisión concebidas por especialistas. El psicólogo Franck Rosenblatt encontró inspiración para su perceptrón –ancestro de las “redes neuronales” y emblema del “paradigma conexionista”– en las obras de Friedrich Hayek sobre las estructuras de los mercados, las asociaciones descentralizadas y espontáneas: según ese modelo, la inteligencia artificial debería conducir a un orden natural capaz de organizar estadísticamente el mundo de manera más eficiente, funcional y racional que los individuos y los organismos colectivos tales como los Estados.
Esos dos campos, a menudo enfrentados en el seno de las ciencias de la computación (Computer Science), parten en realidad de los mismos axiomas. Como sostiene el filósofo Mathieu Triclot, es la noción imprecisa de “información” la que permitió las analogías entre cosas tan distantes como las máquinas y los seres vivos, las calculadoras y el cerebro, la economía política y la metafísica. Tales paralelismos contradicen el discurso de los cibernéticos y de los precursores de la informática, como John von Neumann, para quien “el tratamiento de la información que acontece en el cerebro es profundamente diferente de lo que sucede en una computadora” (3).
Las figuras contemporáneas de Yoshua Bengio y Yann Le Cun, ambos ganadores del premio Turing en el 2018, encarnan a la IA conexionista. El primero, profesor de Informática en Montreal, propone la regulación e insiste sobre los peligros del desarrollo desenfrenado de la IA. El segundo dirige la investigación sobre inteligencia artificial de Meta (ex Facebook), de la cual es también vicepresidente, y procura ser más tranquilizador –motivado quizá por los intereses de su grupo–. Si bien sus discursos a menudo los enfrentan, ambos tienen una mirada calculadora e individualizante sobre la inteligencia humana, en línea directa con McCarthy y Rosenblatt.
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En el centro de los objetivos económicos, intelectuales, militares e incluso filosóficos, la inteligencia artificial se presenta como la sublime e ineludible culminación de la genialidad humana, en lugar de como el retoño degenerado del individualismo estadounidense.
A fines de los años 80 comenzó un largo invierno para la investigación en ese ámbito. El término mismo de inteligencia artificial desanimó a los financiadores, y la IA tomó el nombre de “algoritmia avanzada”. En la misma época, los científicos de la URSS estaban desarrollando otro enfoque. Formados con otros presupuestos (…)
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