Sólo un millar de seres humanos reside durante el invierno austral en la Antártica, un territorio de una superficie de 14 millones de kilómetros cuadrados, 21 veces la de Francia. El resto de la vida terrestre se limita a algunos líquenes y aves adaptadas al frío. Una capa de hielo recubre la mayor parte de la base rocosa de casi dos kilómetros de espesor en promedio y de más de cuatro kilómetros bajo cúpulas como la de Vostok, una base rusa en la que se ha registrado la temperatura más fría del mundo: -89 ºC. La capa de hielo se extiende hacia el mar en forma de plataformas de hielo que ocupan 4 millones de kilómetros cuadrados y por un banco –la extensión del hielo en la superficie del océano– que superó en septiembre los 17 millones de kilómetros cuadrados, siete veces la superficie del Mediterráneo.
Si le agregamos los violentos vientos catabáticos casi permanentes (1), con picos registrados de más de 300 km/h y una aridez más dura que la del Sahara en algunas regiones, se entiende mejor porqué ese continente continúa lejos de las turbulencias del mundo habitado. Las crisis del océano situado alrededor del círculo polar antártico explican también el descubrimiento tardío de esas tierras, en el siglo XIX (ver cronología). Minerales e hidrocarburos no han podido jamás ser explotados a causa de su lejanía y de las condiciones climáticas. Las grandes potencias marítimas se contentaron con ejercer sus actividades predatorias sobre la importante vida marina y, en particular, sobre las ballenas, que casi desaparecieron durante la primera mitad del siglo XX.
Cuando el explorador británico Ernest Shackleton se aproximó al Polo Sur en 1908, la lógica imperialista llevó a Londres a reclamar las tierras descubiertas por sus ciudadanos, luego las de sus dominios neozelandeses en 1923, y australianos en 1933. Francia siguió el mismo razonamiento para la Tierra Adélie, en 1924, tanto como Noruega en 1939 y, más brevemente, la Alemania nazi, de 1939 a 1945 (ver mapa). Los vecinos Chile en 1940 y Argentina en 1942 también reclamaron poseer una “parte de la torta” extendiendo sus países hasta el Polo Sur, incluso si esto suponía superponerse a otras apropiaciones. Las dos grandes potencias de la era posterior a 1945, la URSS y Estados Unidos, se reservaron el derecho de expresar sus opiniones territoriales, al tiempo que señalaban que estas reivindicaciones carecían de sentido en ausencia de un acuerdo permanente.
Un laboratorio único
Desde las primeras exploraciones, los científicos son los principales “habitantes”. La localización polar del continente y sus condiciones extremas hacen de la Antártica un laboratorio único para estudiar el globo y su atmósfera. En vísperas del año geofísico internacional –de julio de 1957 a diciembre de 1958– doce países lanzaron una campaña de observación de la radiación solar. Instalaron unas cuarenta bases de investigación, por ejemplo, la de Dumont D’Urville, construida por Francia, la de Vostok, por la URSS o la del Polo Sur, por Estados Unidos. Aprovechando esta exitosa colaboración, los doce estados firmaron, el 1º de diciembre en Washington, el Tratado Antártico, reconociendo en su preámbulo “que es de interés para la humanidad entera que ese continente sólo sea reservado a actividades pacíficas y jamás se convierta ni en el teatro ni en objeto de controversias internacionales”.
Para no ofender a nadie, las reivindicaciones territoriales no son ignoradas, sino, de conformidad con el artículo IV, congeladas “mientras dure el presente Tratado”. El artículo primero prohíbe, sobre todo al sur del paralelo 60º “toda medida de carácter militar” (instalaciones, maniobras, pruebas de armas). La libertad científica se ve favorecida por modalidades concretas (…)
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