¿El fin de la Edad del Hierro? A principios de los años 60, científicos y expertos en plásticos predecían que los grandes avances en la fabricación de polímeros permitirían a los plásticos destronar a los metales, los vidrios y la madera del podio de los materiales dominantes. Todos se entusiasmaron. En 1957, el semiólogo Roland Barthes calificó este producto proveniente de la destilación del petróleo de “sustancia alquímica”, de “materia milagrosa”. Un año después, el poeta Raymond Queneau sucumbió al canto del estireno y a la estética de los “innumerables objetos con fines utilitarios” llamados a surgir de la gasolina, ese líquido derivado de la refinación a partir de la cual se fabrican la mayoría de los plásticos (1). Sesenta años más tarde, los plásticos efectivamente aplastan la competencia. Entre 1950 y 2015, el sector petroquímico ha producido más de ocho mil millones de toneladas de plástico, de las cuales la mayoría fue producida en los últimos veinte años, y la aceleración continúa (2).
Después del éxtasis, el terror: setenta años después, 350 millones de toneladas de desechos plásticos se descartan por el mundo cada año. La contaminación que generan representa una amenaza tan pesada como documentada para los seres vivos y no vivos (3). Tomamos, comemos y respiramos plástico. Para hacer frente a este cataclismo sintético, las industrias petroquímicas promueven sin cesar una solución que para ellas es milagrosa: el reciclaje, con su cinta de Moebius –una flecha circular diseñada por los lobbies a fines de los años 80–, símbolo de una economía en la que nada se pierde y todo se transforma. Una economía que sigue produciendo este veneno ambiental, pero ahora de una forma en la que resulta parcialmente reutilizable.
Productos tóxicos
El proceso de reciclaje, celebrado como más inteligente y respetuoso con la naturaleza que la incineración o el descarte, logró imponerse como una de las prioridades políticas mundiales. El resultado sorprende: después de cuatro décadas de propaganda, menos del 10% de las 6,3 mil millones de toneladas de plástico producidas y desechadas entre 1950 y 2017 ha sido reciclada, el resto sigue en uso (4). Sin embargo, Europa –especialmente Francia– ha adoptado esta consigna con un entusiasmo desconcertante.
En 2019, Matignon [sede del Primer Ministro francés] fijó un objetivo estratosférico: reciclar la totalidad de los desechos plásticos nacionales para 2025. ¿La estrategia? Hacer a los industriales responsables del destino de los objetos poliméricos que fabrican. El enfoque francés se inscribe en consonancia con la bajada de línea de la Comisión Europea: desde 2021 obliga a los Estados miembro a prohibir los plásticos de un solo uso y a utilizar, al menos, un 30% de materiales reciclados en las botellas plásticas; para 2030, se propone reciclar el 55% de los desechos de embalaje plástico (5).
Atraídos por la propuesta, los industriales no tardaron en dar a conocer las tecnologías “innovadoras” que se ajustaban a la nueva legislación europea. En 2022, las empresas químicas BASF y Borealis, la envasadora Südpack y el productor bávaro de lácteos Zott pregonaron el desarrollo de un prototipo de embalaje multicapa para mozzarella realizado en su totalidad a partir de nailon y polietileno reciclados. Sin embargo, estos “proyectos pilotos”, ampliamente mediatizados, representan una gota de agua en el océano de ambiciones políticas; sobre todo porque, en tiempos de austeridad, las inversiones en infraestructuras necesarias para la recolección y clasificación de desechos plásticos rara vez encabezan la lista de prioridades, tanto en Europa como en Estados Unidos. De ahí surgen esas revelaciones igual de espectaculares que banales, como la que horrorizó a Brandy Deason, habitante de Houston, el verano pasado en Texas: unos días después de haber colocado un rastreador en sus desechos plásticos (…)
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