Una espiral sangrienta, una lluvia constante de bombas, cientos de muertos. En menos de un mes de campaña de bombardeos masivos que golpean tanto el sur y el este del país como los suburbios densamente poblados del norte de Beirut, Israel ha devuelto a la capital libanesa su antiguo esplendor de ciudad marcada tanto por la guerra civil (1975-1990) como por la guerra de 2006, que enfrentó a Hezbollah con el ejército israelí durante treinta y tres días (1). Los beirutíes han redescubierto en seguida sus reflejos de supervivencia y ayuda mutua, “características del homo libanicus”, afirma Nasri Sayegh con una triste sonrisa. En medio del caos, el artista se ha dedicado a acoger en un almacén en desuso a casi ciento cincuenta mujeres sierraleonesas, empleadas domésticas abandonadas a su suerte por sus empleadores.
Bombardeos por doquier
Un año de enfrentamientos transfronterizos había convertido el sur del Líbano en una “zona muerta” (2). Pero la situación en el país cambió a las 8 de la mañana del lunes 23 de septiembre. Ese día, el portavoz del ejército israelí, Daniel Haggari, envió un mensaje a modo de ultimátum “a los civiles de las aldeas libanesas situadas cerca de edificios utilizados por Hezbollah con fines militares”, instándolos “a buscar refugio inmediatamente por su propia seguridad”. El anuncio marcó el inicio de la Operación Flechas del Norte, destinada a permitir el regreso de 60.000 israelíes desplazados por los cohetes y misiles lanzados por el “Partido de Dios” contra el norte de Israel. A continuación, sobrevino el día más oscuro de la historia del Líbano desde el final de la guerra civil. En 24 horas, los bombardeos –que tuvieron como objetivo “1.600 posiciones de Hezbollah”, según el ejército israelí– dejaron 558 muertos, entre ellos 50 niños y 94 mujeres, según el Ministerio de Salud libanés. En medio del pánico general, 100.000 personas huyeron, provocando un enorme embotellamiento en la autopista de la costa. “En el auto, los misiles caían alrededor nuestro, y en cuanto miré por la ventana vi cuerpos ensangrentados y ambulancias que pasaban a toda velocidad”, cuenta Rokaya D., de 28 años, al día siguiente de huir del pueblo de Chehabiyeh, hacia la escuela pública de Bir Hassan, que abrió sus puertas a 300 desplazados.
El viernes 27 de septiembre, a las 18.20 horas, una decena de aterradores estruendos resonaron en la capital. Cada habitante de Beirut estaba convencido de que la explosión había ocurrido a la vuelta de la esquina, y revivió la angustia provocada por la explosión del puerto el 4 de agosto de 2020. En el caso de Fadia S., lo vio desde su ventana en el campo de refugiados palestinos de Bourj el-Barajneh: “Mi cuñado filmó la escena, gritando de horror”, cuenta esta militante de la sociedad civil, mostrando un video de un hongo de humo ocre que engulle el barrio de Haret Hreik, enfrente, donde se encuentra el cuartel general de Hezbollah. Una vez pasado el estupor, la noticia corrió como un reguero de pólvora: Hassan Nasrallah había muerto. Nadie se atrevía a creerlo. Desde su nombramiento como secretario general del “Partido de Dios” en 1999 (2), el sayyd (el “maestro”) ha sido para los libaneses la voz de la resistencia contra Israel. Ya sea que lo odiaran o idolatraran, sus discursos, que mezclaban amenazas veladas y comentarios ingeniosos, los acompañaron a lo largo de los conflictos entre el partido chiita y Tel Aviv, desde la operación israelí (…)
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