La temporada de lluvias acaba de comenzar en Vietnam en junio de 2024. Sin embargo, los chubascos son escasos. En los campos de Phưrong Thạnh (provincia de Trà Vinh), en pleno delta del Mekong, al sur del país, los árboles de frutas del dragón, que parecen cactus, permanecen quietos en hileras. Los árboles cocoteros los miran desde lo alto. Nada perturba el bucólico silencio, excepto por el balido de las cabras en sus corrales de chapa y el ladrido de algunos perros, para anunciar que están de guardia. Entre las plantaciones, apretadas manchas de hierba están bañadas por unos centímetros de agua. Estamos en los arrozales del delta.
Lo que odia el arroz
Con una lata naranja fluorescente llena de fertilizante atada en la espalda, Bao (1) esparce la mezcla con un largo palo negro. Para llegar al campo, hay que cruzar una zanja anegada por una estrecha pasarela. En este caso, un tronco de árbol aplastado de apenas veinte centímetros de ancho: un “puente de mono”, como se lo conoce localmente. Descalzo, con una hoz en la mano y un sombrero cónico en la cabeza, Bao trabaja desde las seis de la mañana en la media hectárea de tierra que ha usufructuado. Cuando le preguntamos por su cosecha, se agacha y acaricia unas cuantas hojas entre el pulgar y el índice: “Miren, están amarillas. A veces las espigas están vacías. Estos días llueve menos y hace mucho calor”. Todo lo que el arroz odia.
Para cultivar una hectárea de arroz se necesitan 30.000 metros cúbicos de agua dulce. Y el nivel del mar sube poco a poco. Aquí, el agua del suelo se vuelve aún más salada porque la falta de lluvia limita la dilución de los cristales de sal. En consecuencia, la producción tiende a disminuir. Como ocurre a menudo, la solución es utilizar más fertilizantes químicos. “La naturaleza ha cambiado mucho aquí –cuenta Bao–. Cuando era pequeño, había cangrejos y peces en el agua de los arrozales. Hoy en día, con todos los productos que utilizamos, ya no vienen”. Detrás suyo el motor de un barco con piezas de repuesto emite un ruido ensordecedor. Su hélice está apoyada en el borde de la zanja. Gira a toda velocidad para llevar el agua del canal a los arrozales y anegar la salmuera de oro azul en su versión dulce.
El delta está agotado. El “granero de arroz” de Vietnam, una superficie de 40.000 kilómetros cuadrados en donde viven 20 millones de habitantes (de una población total de más de 99 millones), suministra cada año 24 millones de toneladas del precioso cereal, es decir, el 54% de la producción nacional. En Vietnam, el 82% de la tierra cultivable está ocupado por arrozales. La explotación desmedida está teniendo graves repercusiones en el delta. Su nombre vietnamita, “el delta de los nueve dragones” –para designar sus nueve brazos, “esos territorios de agua que van a desaparecer en las cavidades de los océanos”, escribió Marguerite Duras (2)– evoca fantasías de un coloso inquebrantable. Sin embargo, cuando se cruza el Mekong en barco, su fragilidad salta a la vista. Este coloso de dimensiones extraordinarias tiene orillas tan bajas (alrededor de un metro sobre el nivel del mar) que las hojas de los árboles frutales chapotean en el agua. Y pronto podrían quedar sumergidos: a medida que la agricultura hace descender la napa freática, el delta se hunde unos cuatro centímetros al año. Un fenómeno que lo expone un poco más al avance del mar. A este ritmo, la mitad del delta podría quedar sumergida en 2050, y en su totalidad en 2100 (3). Para Alexis Drogoul, director de investigación del Instituto de Investigación para el Desarrollo (IRD), “la mayor amenaza es la agricultura intensiva. La producción ha masacrado los ecosistemas. Ya no podemos permitirnos esperar”. Pero ¿cómo romper con las actividades que aseguran la subsistencia de las poblaciones del delta sin causar inmensos daños humanos?
El gobierno vietnamita tiene la intención de reaccionar. En la conferencia de Dien Hong en 2017 estableció cinco grandes directrices recogidas en la Resolución 120 sobre “desarrollo sostenible y resiliencia climática en el delta del Mekong”. Además de las esperadas promesas de “respetar la naturaleza y evitar agredirla”, el especialista independiente en ecología del delta Nguyên Huu Thiên señala la promesa de “desarrollar cultivos adaptados al agua salada” y, sobre todo, el plan de “centrarse en una agricultura de calidad, más que en la cantidad”.
No cualquiera puede salir del productivismo: el país lleva sumido en él desde la época colonial. “La agricultura en Vietnam es un legado de Francia”, explica Trần Thái Nghiêm, director general adjunto del Departamento de Agricultura y Desarrollo Rural de Cần Thơ, la mayor ciudad del delta del Mekong, encrucijada del comercio del arroz. En un mapa que cuelga de la pared de su oficina, sigue el curso del río Cần Thơ, y luego del canal Kênh Xáng Xà No, que lo prolonga. Este canal fue construido por los colonos franceses. Los vietnamitas lo llaman la “ruta del arroz”.
Legado colonial
A su llegada en 1858, Francia evaluó el potencial agrícola de Cochinchina (actual sur de Vietnam). Los colonos estudiaron el comercio del arroz, entonces dominado por comerciantes chinos, y se hicieron con él. Francia cavó y construyó diques, invirtió en irrigación y drenó las zonas inundadas. Instaló dos millones de hectáreas de arrozales y transformó la estructura comercial, creando departamentos de investigación a partir de 1927, cámaras de agricultura, organismos de crédito y la Oficina Indochina del Arroz en 1930 (4). Abrió escuelas para formar a los vietnamitas en las prácticas francesas. Se crearon fincas de varios miles de hectáreas, la mitad de las cuales (…)
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