La muerte de Hassan Nasrallah, secretario general y guía religioso del Hezbollah libanés, fue anunciada el sábado 28 de septiembre, día del aniversario del fallecimiento del presidente egipcio Gamal Abdel Nasser, el padre del panarabismo. Nasser murió de un infarto en 1970, tres años después de su humillante derrota en la guerra de los Seis Días –la naksa, que en árabe quiere decir el “revés”–, en la que Israel logró conquistar Cisjordania, Jerusalén Este, la Franja de Gaza, los Altos del Golán y el Sinaí. Nasrallah fue víctima de una salva de ochenta bombas lanzadas por la aviación israelí sobre su cuartel general de Haret Hreik, en las afueras del sur de Beirut. Unas horas antes, el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu se había dirigido a la Asamblea General de las Naciones Unidas y había calificado a Hezbollah de “foco purulento de antisemitismo” y prometido continuar su ofensiva en el Líbano. Nasrallah no era un terrorista como los demás, declaró Netanyahu tras el anuncio de la muerte del dirigente chiita libanés: era “el” terrorista por excelencia.
Compleja evolución
Para el presidente estadounidense, Joseph Biden, la muerte de Nasrallah “en parte hacía justicia” a todas las víctimas de Hezbollah desde 1983, año en que se llevaron a cabo los atentados con bombas contra la Embajada de Estados unidos y el cuartel de los Marines en Beirut. La vicepresidenta Kamala Harris se apresuró a calificar al dirigente chiita de “terrorista que tenía las manos manchadas con sangre estadounidense”, como si Netanyahu y sus colegas tuvieran las manos limpias, como si fueran inocentes de la masacre de cientos de miles de civiles en Gaza y de la violenta expulsión de más del 90 % de su población. Sin mencionar la ola de ataques y demoliciones perpetradas por los colonos israelíes en Cisjordania, o los bombardeos al sur del Líbano, el valle de Bekaa y Beirut tras los macabros ataques contra los bíperes y walkie-talkies de mediados de septiembre. En la contabilidad moral de Occidente, la sangre árabe no tiene el mismo valor que la sangre estadounidense o israelí.
Entre sus seguidores en el Líbano, y para mucha gente fuera del mundo occidental, la figura de Nasrallah será recordada de una forma muy distinta: no como un “terrorista”, sino como un líder político y un símbolo de resistencia ante las ambiciones estadounidenses e israelíes en Medio Oriente. Aunque Hezbollah sigue siendo entendida como una organización militar conocida por sus espectaculares ataques contra los intereses occidentales, el “Partido de Dios” y su líder experimentaron una compleja evolución tras la guerra civil libanesa (1975-1990). De hecho, no se trata de una trayectoriaexcepcional en la región: Menajem Beguin e Isaac Shamir, ex dirigentes de Likud, el partido de Netanyahu, empezaron su carrera política como “terroristas”. Beguin fue quien orquestó el atentado con bomba de 1946 contra el hotel King David de Jerusalén, que provocó la muerte de un centenar de civiles; por su parte, Shamir planificó en 1948 el secuestro y asesinato de Folke Bernadotte, representante de las Naciones Unidas en Palestina. Incluso una figura como Isaac Rabin, venerado por los sionistas progresistas como un artesano de la paz, no tenía las manos limpias: fue él quien supervisó en 1948 la deportación de cientos de miles de palestinos de las ciudades de Lod y Ramla y de los pueblos de alrededor.
Al pasar de la violencia a la política, Nasrallah no hizo más que seguir los pasos de sus adversarios israelíes, cuyas carreras, se dice, estudió con mucha atención. A los 31 años asumió la dirección de Hezbollah, en 1992, después de que Israel asesinara a su predecesor, el líder Abbas al Musawi. En ese momento todavía era poco conocido fuera de los círculos internos del movimiento, aunque desde hacía cinco años era una de las figuras clave del Consejo de la Shura (principal órgano dirigente de “Hezb”). Decir que tuvo una mayor relevancia que al Musawi sería un eufemismo: Nasrallah fue un líder de dimensión histórica, una de las grandes figuras que definió el Medio Oriente de las últimas tres décadas.
Inteligencia y pragmatismo
Era un fiel aliado de la República Islámica de Irán y un adepto al Wilayat Faqih, la doctrina iraní del Guía Supremo, pero estaba lejos de ser el ferviente “seguidor de la yihad y no de la lógica” que el periodista israeloestadounidense Jeffrey Goldberg describió en la revista The New Yorker en 2002. Muy por el contrario, se caracterizaba por tener una inteligencia calculadora que rara vez dejaba que su pasión ideológica prevaleciera sobre su capacidad de razonar. Había entendido muy bien que los libaneses, incluso los chiitas, no eran fanáticos religiosos, y que un estado islámico no estaba en el horizonte del Líbano ni a corto ni a mediano plazo. Ni siquiera intentó imponer la sharia a sus propios seguidores; las mujeres de su territorio, en las afueras del sur de Beirut, eran libres de vestirse como quisieran sin ser acosadas por la policía de la moral. Después de que Hezbollah liberó el sur del país en 2000, Nasrallah hizo saber que no habría represalias contra los cristianos que habían colaborado con los invasores israelíes. Los culpables simplemente fueron llevados a la frontera y entregados a las autoridades israelíes. En cambio, los colaboradores chiitas no pudieron escapar de ser víctimas de actos de venganza.
Hasta el momento en que llevó a Hezbollah a la guerra de Siria para apoyar el régimen de Bashar al Asad –lo que le valió el odio de muchos de sus antiguos admiradores–, Nasrallah podía considerarse el último nacionalista árabe, el único dispuesto a enfrentarse a Israel y combatirlo hasta la tregua provisoria de 2006. Estaba orgulloso del desempeño de su partido en el campo de batalla pero, impresionado por la ferocidad de los bombardeos israelíes, terminó reconociendo que las tomas de rehenes que había llevado a cabo su movimiento en territorio enemigo habían proporcionado a Tel Aviv una excusa para destruir regiones enteras del país del cedro, un error que se había jurado no repetir.
Investigación por corrupción
Además, Israel no era su único enemigo ni su única preocupación. En el Líbano, seguía siendo una figura controversial, incluso entre aquellos que le agradecían su lucha contra el invasor. Según algunos rumores, Nasrallah habría participado en el asesinato de comunistas libaneses en los años 80 y habría estado directamente implicado en episodios de violencia y en tomas de rehenes dirigidos contra los intereses occidentales. A medida que Hezbollah se empezó a transformar en un Estado dentro del Estado, mucho más importante y poderoso que el de Yasir Arafat, los enemigos del Guía se multiplicaron en el Líbano. No dudaba en usar su poder para explotar el mismo sistema político confesional que su movimiento había denunciado en 1985, para intimidar a opositores y, a veces, para asesinarlos; sus ataques también estaban dirigidos contra críticos chiitas del Partido de Dios, como el periodista Lokman Slim, que fue asesinado el 4 de febrero (…)
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