Hoy nos enfrentamos a una crisis de la democracia. Eso es clarísimo. Lo que no se comprende con tanta claridad, sin embargo, es que esa crisis no es autónoma y que sus orígenes no residen exclusivamente en el ámbito de la política. A diferencia de lo que postula el sentido común bienpensante, no es posible superarla con restauraciones de la civilidad, cultivos del bipartidismo, oposiciones contra el tribalismo o defensas de un discurso basado en datos y orientado hacia la verdad. Tampoco, en contra de la teoría democrática más reciente, puede resolverse esta crisis mediante la reforma de la esfera política: ni con un fortalecimiento del “ethos democrático”, ni con una reactivación del “poder constituyente”, ni con una liberación de la fuerza del “agonismo”, ni con una promoción de “interacciones democráticas”. Todas estas propuestas son presa de un error que denomino “politicismo”. Por analogía con el economicismo, el pensamiento politicista pasa por alto la fuerza causal de la sociedad extrapolítica. Al tratar el orden político como si éste se autodeterminara, no problematiza la matriz social más amplia que genera sus deformaciones.
Callejones sin salida
No nos equivoquemos: la actual crisis de la democracia está firmemente anclada en una matriz social. Al igual que los callejones sin salida y encrucijadas representa una vertiente de un complejo de crisis más amplio y no es posible entenderla aislada de las otras crisis. Ni independientes ni meramente sectoriales, los males que en nuestros días aquejan a la democracia integran la vertiente específicamente política de la crisis general en la que está quedando sumergido nuestro orden social. Las bases subyacentes a esos males residen en los pilares de ese orden: en sus estructuras institucionales y dinámicas constitutivas. La crisis democrática, estrechamente vinculada con procesos que trascienden lo político, sólo puede ser comprendida desde una perspectiva crítica de la totalidad social.
¿Qué es esa totalidad social? Muchos observadores astutos la identifican con el neoliberalismo, no sin razón. Es verdad –como sostiene Colin Crouch– que actualmente los gobiernos democráticos son superados en potencia de fuego, cuando no por entero sometidos, por corporaciones oligopólicas con alcance global que fueron liberadas en los últimos tiempos de cualquier tipo de control público. También es verdad –como afirma Wolfgang Streeck– que el decaimiento de la democracia en el Norte Global coincide con la rebelión fiscal coordinada del capital corporativo y la instalación de los mercados financieros globales como nuevos soberanos a quienes deben obedecer los gobiernos elegidos por el voto. Tampoco es posible disputar la aseveración de Wendy Brown respecto de que el poder democrático es vaciado desde dentro por racionalidades políticas neoliberales que valorizan la eficiencia y la elección, como (…)
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