Los soldados ingleses se deprimen. Entonces el coronel japonés del campo de prisioneros les ordena reconstruir un puente. Es necesario transportar los refuerzos nipones, se prepara un contraataque aliado. Estamos en Tailandia, durante la Segunda Guerra Mundial. O quizás en El puente sobre el río Kwai, célebre película de David Lean (1957). Y el coronel Nicholson acepta: incluso los enfermos y los heridos, el inglés quiere creer que el trabajo redentor les devolverá la dignidad a sus hombres –que de hecho, gracias al proyecto, vuelven a respetarse. Pero cuando Nicholson descubre la tentativa de sabotaje de un comando estadounidense, elige advertirle al coronel Saito, para evitar la destrucción de su obra compartida. El sentido subjetivo del trabajo a veces se estrella contra su sentido objetivo.
Esta cuestión del sentido descansa hoy en términos en apariencia diferentes. En todas partes se conoce la importancia que los jóvenes le concederían a la “conciliación ‘vida profesional’ – ‘vida personal’”, a “hacer cualquier cosa útil” o “concreta”. Incluso en ocasiones se expresa el deseo de “renunciar a cumplir, cultivar la dignidad del presente, luchar por salvar cada gramo de belleza y saborear lo vivo (1)”. Entonces los recursos humanos se esfuerzan. Para atraer “talentos”, se lee, prometen coaching y convivencia: “haremos fiestas hasta el fin de la noche”, “podrán venir a trabajar con sus mascotas”.
Reapropiarse del tiempo
Pero, ¿así viven los jóvenes? ¿Y qué sentido darle a su búsqueda de sentido? Por otra parte, ¿las generaciones anteriores se burlaban de eso? Desde hace mucho tiempo, sin duda, ha prevalecido una aproximación esquemática y abstracta del problema, la de los economistas. Psicólogos y sociólogos acuerdan actualmente con que “un trabajo tiene sentido si nos permite sentirnos útiles, reconocernos en lo que hacemos respetando las reglas del oficio y la ética común, y desarrollar nuestras habilidades y nuestra experiencia (2)”.
Esta sería la búsqueda. Salvo que prevalezca el trabajo asalariado bajo contrato o el status de funcionario, en fin, subordinación y obediencia. Cuando la finalidad de nuestro trabajo se nos escapa –decidida en otro lugar, en todo caso, por algún otro, a veces, en contra de nuestras convicciones–, ¿para qué preocuparse por su sentido? Siempre debemos mantener la razón, se nos dirá, por lo tanto, distinguir sentido subjetivo y objetivo. Pero, ¿eso es tan seguro? ¿Por qué aceptar la separación? ¿Por qué resignarse a una probable carambola, como el coronel Nicholson en El puente sobre el río Kwai o los obreros de las economías occidentales a lo largo de los “treinta gloriosos” años de la posguerra?
Entonces triunfaron el taylorismo y el fordismo, un trabajo compartimentado, repetitivo en la oficina, brutal en el taller. Elisa o la verdadera vida de Claire Etcherelli (1967) evoca la fábrica Citroën, de Porte de Choisy, en París, en plena guerra de Argelia, la violencia y el racismo que asolaban allí. Es agotador, frustrante, pero en el período de la posguerra y de la reconstrucción se accede al confort, a la sociedad de consumo, El crecimiento constante como la sumisión total parecen aceptables cuando el futuro es brillante y los sindicatos obtienen aumentos regulares.
¿Los trabajadores desprovistos de toda autonomía forman consumidores y ciudadanos felices? En el mismo período, en aras de la coherencia y por tanto, de la dignidad, muchos buscaron reconsquistar una identidad profesional que los valorizara. Y sobre todo, oponer el trabajo real al trabajo prescrito. Aquellos subvertían la organización al introducir modos de hacer, re reorganizar, y de esa manera ponían de manifiesto la importancia de una contribución que no procede sólo de las órdenes sino también del ingenio obrero, de la experiencia, de los saberes individuales o colectivos.
Los más antiguos elaboraban y luego transmitían sus habilidades, incluso sus trucos. A los más jóvenes les inculcaban también la solidaridad y el gusto por la convivencia. Es necesario reapropiarse del tiempo. Hacer la vida más soportable. En 1978, en Lo establecido, Roberto Linhart volvía sobre su temporada como obrero especializado (OS), diez años atrás, en la misma fábrica Citroën de Porte de Choisy: describía allí el virtuosismo de tres OS yugoslavos capaces de cumplir de a dos, con sus tres puestos, y por lo tanto, de permitirse cada uno de ellos, por turno, una pausa para fumar un cigarrillo o unas palabras dulces a las obreras, no lejos de la cadena de producción.
Huelga general
El trabajo “reorganizado” desafía a los ingenieros, a su pretensión de gobernar el trabajo de los (…)
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