En diciembre, mientras Israel continuaba sus bombardeos sobre los campos de refugiados, el intercambio entre los rehenes israelíes retenidos en la Franja de Gaza y los prisioneros palestinos seguía siendo una de las discusiones centrales en vistas al cese del fuego. Pocas en número, las mujeres fueron en general las primeras en ser liberadas junto con los menores de edad. Su movimiento forjó una unidad singular, sobre todo en torno a las actividades educativas y a contramano de una resistencia palestina que sigue estando muy dividida.
Hay gritos de alegría que atraviesan los salones, lágrimas que caen sobre los rostros agotados por la espera insoportable del regreso, vecinos que se acercan a celebrar. A fines de noviembre de 2023, algunas mujeres palestinas se reencontraron en un abrazo con sus seres queridos a veces tras varios años de separación. Los videos compartidos en redes sociales mostraron casi en directo la liberación de 156 presos de las cárceles israelíes a cambio de 110 israelíes retenidos en Gaza después de ser secuestrados durante los ataques del 7 de octubre de 2023. Las mujeres en cuestión habían sido detenidas algunas semanas o diez años antes, en general por motivos poco claros. Algunas eran muy jóvenes, a veces menores de edad, otras personas mayores con problemas de salud.
Desde la creación del Estado de Israel en 1948, las cárceles ocuparon un lugar central en las relaciones de dominación que estructuraron la vida cotidiana de la población palestina. A lo largo de los años, la administración colonial superpuso dos sistemas jurídicos, creando una “disparidad legal” basada en lo étnico: por un crimen de la misma naturaleza y cometido en un mismo lugar, un palestino será juzgado por un tribunal militar, mientras que un colono será juzgado por un simple tribunal civil (1). Este principio discriminatorio concierne a todos los palestinos, sean de Cisjordania, de Jerusalén, sean ciudadanos de Israel o vivan en el extranjero. Considerados en su totalidad como una población sospechosa, se los asimila a una amenaza para el Estado, lo que les vale el estatuto de “detenidos por motivos de seguridad”. Con este fundamento, los palestinos son objeto de un régimen de detención administrativa que permite su encarcelamiento indefinido, sin acusación formal ni juicio, y por razones secretas a las que sus abogados no tienen acceso. Este tipo de detención, que puede durar seis meses y ser renovada indefinidamente por un juez militar, afecta hoy a más de 3400 palestinos y palestinas (2). Alrededor de un millón de personas conocieron el encarcelamiento desde 1948, lo que representa casi el 40% de la población masculina (3). Cada familia tiene uno o varios detenidos.
Prisioneras políticas
A lo largo de los años, los presos se organizaron para defender sus derechos y llevar adelante acciones de reivindicación que dieron origen a un movimiento estructurado. Las primeras luchas se organizaron a partir de la década de 1970. Focalizaban en las condiciones de detención y en el reconocimiento del estatuto de prisioneros políticos (asra/asirāt; estos dos términos, masculino-femenino, pueden designar también a los prisioneros de guerra). En la década de 1980, época más activa del movimiento, se desarrolló una vida cultural y política floreciente entre los muros de la prisión que incluso se convirtió en un modelo para las luchas que se desarrollaban en el exterior. Así, la primera Intifada (1987-1994) estuvo controlada, en gran parte, por ex detenidos. Los Acuerdos de Oslo (1994-1995) permitieron la liberación de todas las mujeres y de una mayoría de hombres. Sólo 350 hombres quedaron tras las rejas, a los que se unieron los militantes de los partidos islamistas que llegaron en gran cantidad a las prisiones en el contexto de la primera campaña de atentados de Hamás y de la Yihad islamista (1993-1998). Con la segunda Intifada (2000-2005), emergió una nueva generación de prisioneros con menos experiencia partisana. Políticamente fraccionado y confrontado con la falta de cuadros veteranos, el movimiento de los prisioneros se debilitó.
Estas grandes tendencias también conciernen a las detenidas, incluso si su movimiento parece haber resistido mejor a la descomposición. El hecho de que sean menos numerosas –nunca más de un centenar encerradas al mismo tiempo, es decir, menos del 3% de la población carcelaria palestina (4)– y de que estén encarceladas en la misma prisión, contribuyó a unificar su organización. Sus victorias, sin embargo, fueron dejadas bajo un manto de silencio.
Surge nueva generación
Las primeras presas fueron enviadas a la cárcel de Neve Tirza (Ramleh en árabe), al sur de Tel Aviv, en la década de 1970. En su mayor parte activistas de la izquierda palestina o de Fatah, se sumaron a las convocatorias a la huelga lanzadas desde las cárceles masculinas al mismo tiempo que lideraban sus propias luchas. En particular, organizaron acciones de desobediencia para negarse a los trabajos que les imponía la administración y para exigir ser separadas de las prisioneras israelíes según el derecho común, afirmando así su identidad de prisioneras políticas. Este periodo estuvo marcado por la personalidad de Aïcha Odeh. Originaria de Deir Jrir, un pequeño pueblo cerca de Ramala del que su familia huyó durante la Nakba, su infancia también estuvo impregnada por los relatos de la masacre de Deir Yassin, el 9 de abril de 1948. Profesora de matemáticas en una escuela de mujeres, se afilió primero al movimiento nacionalista árabe y luego, tras su disolución, al Frente Democrático para la Liberación de Palestina (FDLP). Acusada de haber puesto una bomba en un supermercado de Jerusalén, fue condenada a dos cadenas perpetuas en 1969. Su liberación tuvo lugar en 1979 en el marco de un primer intercambio de prisioneros.
A principios de la década de 1980, el movimiento se reestructuró en torno a una nueva generación de presas menos experimentadas, como Rawda Basir. Nacida en el mismo pueblo que Odeh, creció siguiendo el ejemplo de esta hermana mayor, a la que más tarde sucedió como representante de las presas. En 1985, las celdas se vaciaron de nuevo en el marco de un segundo acuerdo. Fueron liberados 1150 palestinos, entre ellos la gran mayoría de las mujeres detenidas. Las cárceles volvieron a llenarse cuando se inició la primera Intifada. Entre 1987 y 1993, unas 3000 mujeres pasaron por la experiencia carcelaria. Por primera vez, se puso tras las rejas a simples manifestantes o miembros de las familias de los militantes que no pertenecían a ninguna organización.
A pesar de la diversidad de sus medios sociales y experiencias políticas, estas presas forjaron una unidad bastante destacable. En 1995, en el marco de las negociaciones de los Acuerdos de Oslo, el director de la cárcel de Hasharon, al noreste de Tel Aviv, anunció la liberación de todas las prisioneras (entonces eran unas treinta), excepto las siete acusadas de tener las manos manchadas de sangre de soldados israelíes. Como muestra de solidaridad, todas las detenidas se encerraron en dos celdas y se negaron a salir. Al cabo de dieciséis meses, se salieron con la suya. “Fue una victoria histórica, un ejemplo. Todo el mundo se quedó atónito, los ocupantes en primer lugar, pero también la sociedad palestina”, recuerda Rula Abu Daho, militante del FPLP de Belén y condenada a 25 años de cárcel en 1988.
La educación, un arma crítica
Durante la segunda Intifada, los arrestos se duplicaron, elevando en 2004-2005 el número de presas a 115 (5). La gravitación de Hamas y la Yihad Islámica ya había aumentado entre ellas, lo que modificó los equilibrios políticos internos al movimiento. Las tensiones entre las presas se multiplicaron. Entonces la administración penitenciaria aprovechó para distribuir a las reclusas en las dos cárceles, Hasharon y Damon, según su pertenencia política, con el objetivo de agudizar los (…)
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