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Una larga historia de odio

Antisemitismo: dos mil años de soledad

Tanto odio. Tantas opresiones. Si la persecución de los judíos se inició a principios de nuestra era, luego tomó diferentes formas, a lo largo de su historia, según su geografía. E incluso cambió de naturaleza en el siglo XIX, cuando las discusiones raciales tendieron a convertirse en su motivo principal.

El antisemitismo tiene una larga historia. O más bien el odio a los judíos, puesto que esta historia se puede dividir en dos grandes períodos, el de un antijudaísmo tradicional que se originó en los inicios de la Europa cristiana, y luego el de un antisemitismo moderno, a partir del siglo XIX, a la vez heredero y rupturista del antijudaísmo que lo precedió. En el sur del Mediterráneo, la hostilidad hacia los judíos es también un hecho del mundo musulmán, aunque adopta formas muy diferentes de las construidas por el cristianismo. El resurgimiento del antisemitismo que estamos presenciando hoy tiene sus raíces en esta historia, pero también tiene causas que forman parte de los acontecimientos actuales.

El antijudaísmo cristiano comenzó a manifestarse hacia finales del siglo II, cuando la nueva fe se separó radicalmente de su matriz judía. Con la erección del cristianismo al rango de religión de Estado del Imperio Romano a principios del siglo IV y la omnipotencia adquirida por la Iglesia, la ruptura se consuma. Fue en este contexto que nació la teoría del pueblo deicida, que va a servir de base para todas las manifestaciones de odio antijudío que marcaron la historia de la Europa medieval y luego moderna hasta finales del siglo XVIII. El judío se convierte en un proscrito y es tratado como tal, un símbolo despreciado de una otredad venida de Oriente. Los judíos eran, de hecho, extranjeros y vecinos, expulsados periódicamente de sus reinos por una serie de soberanos -como Felipe el Hermoso en Francia (1268-1314), que se aprovechó de la situación para confiscar sus bieneso designados para la venganza popular por los poderes que los convirtieron en chivos expiatorios de todas las dificultades. Pero, al mismo tiempo, mercaderes y buhoneros, artesanos, pequeños prestamistas útiles, al tiempo que se les acusaba de practicar la usura, confinados en sus guetos, formaban parte íntima de esta vida europea en la que algunos de ellos pudieron alcanzar posiciones eminentes pero frágiles como financieros o consejeros de los príncipes.

Judaísmo proselitista

A finales del siglo XV, la Inquisición triunfa en la Península Ibérica. Bajo su influencia, los Reyes Católicos ordenaron la expulsión de los judíos de una España reconquistada donde, a pesar de algunos períodos oscuros, especialmente bajo la dinastía almohade en el siglo XII, habían sido parte integrante de la sociedad de la Andalucía musulmana, donde dieron a sus más grandes poetas y teólogos. Unos 200.000 judíos abandonaron España y luego Portugal para refugiarse, sobre todo en el Magreb y en las tierras del Imperio Otomano, cuyas puertas les habían abierto los sultanes. La contribución sefardí -que significa España en hebreo- se convirtió en un componente de la cultura del Mediterráneo oriental y de la Europa balcánica.

En el norte de África y Oriente, enriqueció un judaísmo local milenario. Entre el siglo I a.C. y el siglo II de la Era Común, el judaísmo fue proselitista y convirtió a muchas poblaciones de la región. Su importancia es conocida tanto en la Arabia preislámica como en el mundo bereber norteafricano, ya que la reina Kahena, famosa luchadora de la resistencia contra la conquista árabe, habría sido judía según el historiador del siglo XIV Ibn Jaldún. Tan pronto como se estableció la administración musulmana en los territorios conquistados, los «Pueblos del Libro» judío y cristiano -que no eran considerados paganos pero que no habían reconocido la revelación mahometana- vivieron bajo el estatus de la “dhimma”, es decir, «protección»: contra el pago de un impuesto de capitación específico, estaban protegidos por el soberano y estaban autorizados a gobernarse a sí mismos en asuntos de religión y derecho de familia. Pero los judíos de estas regiones, desde el Magreb hasta Turquía e Irán, no solo estaban sujetos a regímenes legales discriminatorios: a menudo estaban confinados en guetos como el “mellah” marroquí o el “hará” tunecino, obligados a llevar una vestimenta específica y vivían graves episodios de persecución. Más numerosos, políticamente poderosos en algunas regiones, los cristianos, con raras excepciones, no han (…)

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Sophie Bessis

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