
Tras el juicio por las violaciones que sufrió Gisèle Pélicot, muchas voces se alzaron para pedir la introducción de la noción de consentimiento en la ley. Esta solución, que parece ser evidente, cuando se reduce a la fórmula “sólo sí es sí” acarrea consecuencias políticas inquietantes que fueron expuestas por la filósofa Clara Serra en un libro que acaba de ser publicado.
Mencionado de forma constante en programas de entrevistas y noticieros, vulgarizado en las redes sociales, explicado mediante carteles en salas de espera o en las páginas de guías didácticas, e invocado en discursos políticos, el consentimiento sexual se presenta hoy como una solución insuperable. En España, la Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual, promulgada el 6 de septiembre de 2022, afirma que “sólo sí es sí”. Ante los debates que suscitó este texto, sus defensores resumieron la cuestión a una simple disyuntiva: ¿los partidarios, progresistas, del consentimiento prevalecerán sobre sus detractores reaccionarios? Así, este acuerdo –expresado de manera evidente, unívoca y clara– se enfrentaría al único obstáculo de las legislaciones obsoletas o de jueces machistas que se niegan a incorporarlo a la ley. Si los casos de violencia sexual que estremecen regularmente a las sociedades nos predisponen a recibir con alivio cualquier perspectiva de reforma penal, no podemos pasar por alto una interrogante: ¿el consentimiento se reduce a la doctrina particular del consentimiento afirmativo y, sobre todo, es la mejor herramienta para luchar contra los crímenes sexuales?
El ejemplo de Gisèle Pélicot, que fue violada bajo los efectos de la sumisión química, sugiere que no. Durante el juicio, como argumento de defensa, los violadores sostuvieron que creían que “ella había dado el consentimiento”; aseguraban que estaban convencidos de que ella le había dicho que sí a su marido y de que ese sí se suponía que transformaba su acto en sexo consentido. Si aceptamos este marco, hay que reconocer que, en efecto, de plano, un sí de este tipo no es imposible y que, por lo tanto, para demostrar la violación sería necesario probar que Gisèle Pélicot nunca dijo “sí”. Pero, ¿por qué deberíamos tomar ese hipotético “sí” (en el caso de que se hubiera pronunciado) como un criterio de consentimiento, cuando una característica central de las violaciones en Mazan radica en que fueron cometidas contra una víctima privada de la capacidad de expresar su negativa? Por lo tanto, no se puede tomar un “sí” como una prueba de la validez del consentimiento si este no va acompañado de la posibilidad de decir “no”.
Juego de poder
Para entender la institución del consentimiento afirmativo como una evidencia, es necesario remontarse a los intensos debates políticos sobre la cuestión de la sexualidad que atravesaron a los movimientos feministas (sex wars) en Estados Unidos en la década de 1980. Al principio, este gran enfrentamiento acerca de las leyes contra la pornografía se centró en una cuestión mucho más central y estructural: el problema del consentimiento, precisamente.
En su afamado libro Sexual Harassment of Working Women [Acoso sexual a mujeres trabajadoras] (1979), Catharine MacKinnon analiza las posibilidades que tiene una mujer de rechazar las propuestas sexuales de su jefe cuando ese rechazo la expone a represalias profesionales. Para MacKinnon, todo pacto o acuerdo libre que se dé en esas condiciones de dominación surge de la ficción patriarcal: el contractualismo liberal legitima la libertad de los hombres y la sumisión de las mujeres. Mac- Kinnon se centra en el ámbito del trabajo asalariado, en el que, en su mayoría, los hombres ocupan los puestos jerárquicos, poseen un gran poder sobre la vida de las mujeres subordinadas y pueden, en consecuencia, abusar de esa autoridad. Sin embargo, al aliarse con la teórica feminista Andrea Dworkin, MacKinnon abandonó el análisis de la variedad de situaciones concretas, que sí había llevado a cabo en sus primeros escritos. La filósofa Judith Butler estimó que: “Esa evolución no fue menos que un trágico error. A partir de ese momento, la estructura del acoso sexual dejó de concebirse como contingente y determinada por un contexto institucional, para pasar a generalizarse hasta manifestar una estructura social en la que los hombres dominan y las mujeres son dominadas. Por ende, las mujeres siempre son víctimas de chantaje y siempre se encuentran en un entorno hostil; es más, el mundo en sí mismo es un entorno hostil y el chantaje no es más que el modus operandi de la heterosexualidad” (1).
Por otro lado, un feminismo diferente, al cual pertenece Judith Butler, cuestiona el conjunto de normas y representaciones que otorgan a la heterosexualidad patriarcal la obviedad de una forma natural. En conjunto con otras mujeres, Butler defiende las múltiples formas de disidencia sexual (lesbianismo, transexualidad, travestismo, sexo remunerado, etc.), (…)
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