
¿Cómo garantizar que el aparato gubernamental se alinee plenamente con los proyectos presidenciales? Instruido por los reveses de su primer mandato, Donald Trump nombró a colaboradores cercanos, con muchos conflictos de interés, en puestos clave a pesar de su inexperiencia y puso en competencia círculos de asesores más o menos informales. Este enfoque confuso podría llegar muy rápidamente a sus límites.
Las declaraciones de Donald Trump sobre Groenlandia, Panamá y Canadá pusieron de relieve, una vez más, su concepción transaccional de las alianzas, incluidas las transatlánticas. Su antiguo asesor en Seguridad Nacional, el general Herbert Raymond Mc-Master, lo resumió abiertamente el 8 de enero último frente al Consejo de Relaciones Exteriores: Trump considera a la Unión Europea, en términos económicos, “principalmente como un competidor” (1).
La preocupación por la práctica diplomática no es un obstáculo para esta visión. Prueba de ello es el extraño viaje del hijo del presidente estadounidense, Don Jr., a Groenlandia –recibido por un grupo de extras con gorras con la sigla MAGA, “Make America Great Again”, aparentemente reclutados con la promesa de una comida caliente– o incluso el envío a Israel, al día siguiente de su asunción, de su viejo cómplice Steven Witkoff –magnate inmobiliario neoyorkino sin experiencia en los asuntos extranjeros– para supervisar el cese el fuego entre Tel Aviv y Hamas.
Los primeros nombramientos en su gabinete parecen obedecer a la misma lógica de ruptura, privilegiando figuras a su imagen, controvertidas y sin experiencia de gobierno, incluso para manejar las relaciones internacionales. A diferencia del primer mandato de Trump, donde muchas de sus elecciones habían sido rechazadas por el Congreso, el proceso de confirmación esta vez se desarrolló sin inconvenientes, y los senadores han validado casi por unanimidad al conjunto de los candidatos.
La caja negra de la política exterior
Un detalle ha captado la atención de los analistas a propósito de Groenlandia y Panamá: el presidente de Estados Unidos justificó sus amenazas de poner barreras aduaneras en nombre de la “seguridad nacional”. No es la primera vez que esta noción es invocada en un contexto que parece tener más que ver con el comercio exterior que con la defensa. A partir de 2017, Trump, luego Joseph Biden, se sirvieron de eso para legitimar el giro proteccionista de la economía estadounidense, apoyándose en una cláusula poco utilizada del antiguo Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT) –precursor de la Organización Mundial del Comercio (OMC)– que autoriza a un Estado miembro a tomar “cualquier medida que estime necesaria para la protección de los intereses esenciales para su seguridad”. Punto raro de continuidad entre las dos administraciones, esta elusión de los principios del libre comercio va acompañada del bloqueo del órgano de solución de diferencias de la OMC. Washington impide desde 2019 el nombramiento de nuevos jueces en su Tribunal de Apelación.
Pilar del discurso político estadounidense, la expresión “seguridad nacional” surgió después de la Segunda Guerra Mundial, pero realmente su uso se impuso durante la Guerra de Vietnam. Detrás de esta noción, independiente de la de seguridad interior (homeland security) que en parte engloba, se diseña la visión expansiva que tiene Estados Unidos de su rol en el orden mundial; bajo su égida, se estructuran las principales instancias de programación de la política exterior y la defensa con, en el centro, el Consejo de Seguridad Nacional (NSC por sus siglas en inglés).
Creado a comienzos de la Guerra Fría por el mismo acto que constituyó la Agencia Central de Inteligencia (CIA), el NSC depende directamente de la Casa Blanca. Sus bordes jurídicos siguen siendo difusos: Consejo de ministros reducido cuya frecuencia de reuniones varía según los períodos y las administraciones, reúne al Presidente, al Vicepresidente, a algunos miembros del Gabinete (es decir, del gobierno), al jefe del Estado Mayor del Ejército y al director de Inteligencia.
El funcionamiento del NSC descansa, en la práctica, sobre más de una centena de colaboradores, distribuidos por sectores geográficos y temáticos, encargados de la coordinación interagencial. A la cabeza, el asesor en Seguridad Nacional ocupa un puesto estratégico, aunque poco definido, a menudo percibido como un alter ego del presidente para los asuntos internacionales –Henry Kissinger bajo la presidencia de Richard Nixon, Zbigniew Brzezinski bajo la de James Carter, Jake Sullivan con Biden.
La elección del asesor en Seguridad Nacional indica la orientación de una administración. La danza de los titulares bajo el primer mandato de Trump –Michael Flynn, H.R. McMaster, John Bolton, Robert O’Brien– reflejaba una fluctuación entre pragmatismo y un intervencionismo asumido, entre una inclinación atlantista y una reorientación hacia la (…)
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